“Lo que está ocurriendo está dentro de esa misma tendencia pragmatoide, de obsesión con lo inmediato”, […] Eso significa la muerte de la riqueza más grande de un país, que es la cultura, porque ahí reside su libertad. La filosofía ocupa una función esencial, porque nos obliga a pensar sobre la lengua, sobre el bien, sobre la justicia, sobre lo que somos, sobre la verdad. Desde los griegos, los filósofos siempre han sido la conciencia crítica de una época”
Sé que con el título de este post doy en la línea de flotación del hilo conductor de una excelente película recién estrenada en nuestro país, Una razón brillante (El arte de convencer), con un mensaje subliminal muy importante: “La retórica, la oratoria, eso es lo que quiero que aprenda: a tener siempre la razón. Y la verdad da igual”. Esta frase la pronuncia el profesor Pierre Mazard, en un diálogo intrigante con Neïla Salah, una alumna de origen argelino y con un comportamiento especial y digno desde el primer día de clase de Derecho en una Universidad parisina, Panthéon-Assas, de gran renombre. La dialéctica permanente profesor-alumna, en aras de conocer bien la oratoria con una trama concursal universitaria, articula la necesaria búsqueda de la razón educada en la filosofía de Schopenhauer, su dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en treinta y ocho estratagemas. Aunque insisto, la verdad da igual.
Me ha gustado mucho la crítica que hizo Jordi Costa en El País, el día de su estreno, porque contextualiza de forma magnífica la quintaesencia de la película, el gusto francés por el triunfo de la razón, utilizando los títulos de crédito de la película como carta de presentación de la misma: “Es un gozo ver que (…) una novela pueda levantar unas polémicas profundas, animadversión, ira, rencores y amenazas (…) Creo que es el único país del mundo y, obviamente, es el país más bello precisamente por eso”, afirmaba Romain Gary en el espacio televisivo Lectures pour tous, a propósito de la controversia generada por su novela Las raíces del cielo, galardonada con el Goncourt en 1956. Sus declaraciones aparecen en el montaje de archivo que abre Una razón brillante. Junto a las palabras de Gary, una reflexión elegíaca de Claude Levi-Strauss, una insolencia de Serge Gainsbourg y la definición de Jacques Brel de la estupidez como el estado de conformidad de quien ya no siente curiosidad por nada. Todos los fragmentos sirven al mismo propósito: ofrecer una imagen de la cultura francesa como territorio ilustrado, donde toda disidencia y disensión puede ser razonada y argumentada. Una razón brillante no es la comedia francesa al uso para quien va a la sala de cine como quien va al salón de té. Con todo, algo traiciona la ambición de sus propósitos”.
Efectivamente, seguir atentamente el desarrollo argumental de la película no es lo que podemos encontrar en un salón de té, pero sí en rincones del pensar cuando el cine cumple con esa maravillosa función social de compromiso necesario. Como la trama está envuelta de celofán académico, no me importaría concederle un diez como nota final, porque en los tiempos que corren es un aviso precioso para navegantes políticos españoles cumplir a través del cine con una finalidad de Estado, tarea en la que Francia suele ser modélica siempre: la educación que crece de la mano de la cultura es lo que verdaderamente nos hace libres. Aunque solo discrepo del fondo que transmite la película, porque no todo vale ni todo fin justifica los medios: a pesar de que debemos defender la razón a capa y espada, es decir, tenerla, poseerla en estado puro, debe estar acompañada siempre de la verdad. Esa es la gran diferencia, con el espíritu y la letra que nos aconsejó Antonio Machado un día ya lejano: “¿Tu verdad? no, la verdad; y ven conmigo a buscarla. la tuya guárdatela”.
Los animo a que vean esta hermosa película. Después, si les apetece, podemos hablar de ella escribiendo notas en este cuaderno digital. Será una gran experiencia.
Sevilla, 31/III/2018