López Portaña, Vicente (1772-1850), Félix Máximo López, primer organista de la Real Capilla / Museo del Prado. Madrid
Sevilla, 6/IV/2020
Cada actualización de datos sobre la situación de la pandemia en España arroja cifras escalofriantes de un sector de la población, las personas mayores, que dejan al descubierto también los rotos y descosidos del Estado del Malestar en relación con miles de ellas que malviven en unas condiciones, a veces, lamentables y en el mayor de los olvidos, sobre todo los que menos tienen. Las cifras de fallecimientos en las residencias de mayores descubren de forma abrupta la situación real de estas personas en la atención pública y privada, a modo de denuncia pública de cómo se desenvuelven estos centros y cuánto queda por hacer bien al respecto. Ha llegado el momento de hacer una reflexión profunda y cuando sea viable desde el punto de vista sanitario y político, hay que abordar un Pacto de Estado preferente para la atención digna e integral de las personas mayores. Sobran palabras y aplausos, porque actuar con urgencia es el mejor homenaje que podemos ofrecerles una vez pasado el maremoto del Covid-19.
Desde mi ventana discreta he recordado, al hablar de las personas mayores, un artículo excelente de Javier Marías, publicado en 2016, El retrato del organista, en el que decía que cada vez que lo ve “le gusta contemplarlo largo rato, incansablemente”. El cuadro se encuentra en la actualidad en el Museo del Prado . Al recuperarlo hoy me ha vuelto a impresionar la figura de D. Félix Máximo López, primer organista de la Real Capilla, por la dignidad que transmite como persona mayor pese al paso de los años.
En aquella lectura me emocionó también la reflexión que hacía sobre la situación actual de las personas mayores, que el mundo procura mercantilizar con el eufemismo de la tercera edad y las ventajas de la tarjeta oro de la que pueden disponer para viajes imposibles en la España actual. Dice Marías que “todo el retrato rebosa fuerza y a mí me produce, como pocos otros, la sensación de tener en frente a ese hombre vivo, a él y no su representación: y esa fuerza está sobre todo en la mirada, como suele ocurrir”. Y repasa múltiples reacciones imaginarias de esa persona sobre quienes lo contemplan, dando respuestas cargadas siempre de maestría y dignidad: “No sé quiénes sois ni qué buscáis, no entiendo vuestros afanes y empeños, todavía dais importancia a insignificancias, aún lucháis y ambicionáis y envidiáis, todavía sufrís: cuánto os falta para cesar, como ya he cesado yo”.
Y recuerdo frases de supuesta comprensión de los mayores, porque qué van a decir “a esa edad”, con el tuteo descarado, camisetas imposibles, atuendos que no les gusta llevar pero que son aconsejados por los familiares más cercanos o lejanos, con asientos destinados para ellos en el transporte público y habitualmente ocupados por personas más jóvenes, sin vergüenza alguna. Son para personas de movilidad reducida, dicen los letreros oficiales. ¿También de dignidad reducida? Hubo un tiempo en que las personas mayores eran respetadas en su forma de ser y estar en el mundo: “Claro que era un tiempo en el que la sociedad no tenía prisa por deshacerse de ellos, por arrumbarlos, por entontecerlos, por desarmarlos y jubilarlos con gran soberbia, como si no tuvieran nada qué enseñar”, dice Marías.
También he recordado a una persona mayor ya fallecida, el investigador Oliver Sacks, del que tanto he aprendido. En un artículo extraordinario escrito a modo de testamento ético sobre la realidad de la vida, De mi propia vida, recojo una frase que me sigue emocionando igual que el primer día que lo leí: “Soy cada vez más consciente, desde hace unos 10 años, de las muertes que se producen entre mis contemporáneos. Mi generación está ya de salida, y cada fallecimiento lo he sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca hay nadie igual a otros. Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla. Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano —el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte” (1).
Sigo aprendiendo todos los días de ellos, también en estos momentos tan difíciles, de la generosidad de millones de personas mayores y de abuelos y abuelas que todos los días hacen la vida más fácil a los que más quieren, en silencio, plasmando en una experiencia fugaz la importancia de la mirada diferente de la realidad de la vida, tal y como lo aprendí hace ya muchos años de Antonio Machado: “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”. Como los de la mirada de D. Félix Máximo López, que tanto gusta a Marías.
(1) En el diario El País (2015, 20 de febrero), se puede leer la traducción del citado artículo original.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja para ninguna empresa u organización religiosa, política, gubernamental o no gubernamental, que pueda beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de jubilado.
Debe estar conectado para enviar un comentario.