Sevilla, 27/VII/2020
Los más antiguos del lugar dicen que Olivia de Havilland fue una actriz excelente que vivía a sus 104 años en París, hasta que finalmente voló ayer a su cielo particular con el cine puesto. Su historia cinematográfica es apasionante para los amantes del séptimo arte y ella era el único reducto que quedaba del llamado cine clásico hollywoodiano. Para mí ha sido un icono desde mi infancia cuando en los cines de sesión continua de Madrid, refrigerados en verano, veíamos Murieron con las botas puestas, una película excelente dirigida por un experto maestro del cine, Raoul Walsh, en la que moría hasta el apuntador y donde todo el mundo cantaba, mejor dicho, tarareaba la canción que la hizo famosa, Garry Owen, el himno del Séptimo de Caballería, de profundo sabor irlandés, que muchos años después comprendí que era mejor escucharla en inglés, sin comprender nada, que conocer su letra inundada de alcohol. Quizá, porque la música militar nunca me supo levantar.
Garry Owen
No desmayéis hijos de Baco,
Uníos a mí jóvenes gallardos;
Venid y echad todos un trago,
Cantad y prestadme vuestra voz,
Para el momento del estribillo.
En vez de agua de la fuente bebamos cerveza,
Travesura que en el acto pagaremos;
Nadie de Garry Owen a la cárcel irá por deudas
En este momento de gloria.
Creo que a mi corta edad no me enteraba mucho de lo que allí pasaba, aunque me quedaba admirado del traje militar, la botonadura metálica de una fila y las famosas botas del general Custer que, a pesar de las peleas infinitas con los sioux, nunca se encontraba una arruga en su uniforme y, en el caso de las botonadura y las botas, nunca dejaban de relucir o de estar limpias, incompresiblemente, sin una mota de polvo, perfectas. No entendía el fondo del guion, apasionante, porque era una forma muy curiosa de dejar en muy mal lugar a los Estados Unidos de América y un canto a la población india masacrada a lo largo de los siglos. Daba igual yo seguía con la mirada a Custer y a su Séptimo de Caballería tatareando, aplaudiendo y pataleando con todo el público la famosa Garry Owen. Pero la censura franquista no entendía de qué iba aquello porque lo más importante para ellos era el reparto estelar, Errol Flynn y Olivia de Havilland y que la despedida de Custer y de su mujer era muy casta y con desmayo incluido, aunque en incursiones anteriores en contra de los indios arrasara sus campamentos en los que vivían centenares de mujeres, niños y ancianos.
Me he quedado siempre con las mejores metáforas de esta historia de amor de película entre Errol Flynn y Olivia de Havilland, que ya he contado en alguna ocasión. Yo era un niño que había mitificado años atrás a un actor de la época, Errol Flynn, porque siempre salía victorioso en las grandes batallas con los indios, en cualquier desfiladero de la vida, interpretando al general Custer, sin una mota de polvo, con la botonadura brillante, repeinado y con una sonrisa resplandeciente. Curiosamente, comencé a escribir mi primer diario con unos diez años, fechado en Madrid, un lugar recurrente en mi vida y muy querido. Tenía que ser un domingo y otra vez era el cine el que adquiría protagonismo en mi vida como niño del Sur, con una ilusión enorme por ver una sesión continua de tarde en cualquiera de los cines del barrio Salamanca. Aquellas imágenes de “Murieron con las botas puestas” se grabaron en mi cerebro y las he recordado en momentos complicados de mi vida porque tengo que reconocer que no ha sido fácil y que habitualmente he tenido que luchar siempre con indios en el camino (valga la metáfora), los nuevos sioux del siglo XX y XXI, aunque después saliera de las peleas de la vida como el protagonista, sin que se me hubiera movido el “tupé” y sin una sola arruga en el traje (como le pasaba siempre a Errol Flynn), con la botonadura reluciente y las botas sin una sola mota de polvo. El tupé también perfecto, aunque hubiera sufrido el desmayo por el amor verdadero.
Hoy, al recordar entrañablemente a Olivia de Havilland, sin dejar atrás a Errol Flynn, he tomado conciencia de nuevo de que somos siempre protagonistas de la película de nuestra vida, sobre todo pensando en el niño que siempre llevamos dentro, como lo aprendí de Jose Saramago. Entre Olivia de Havilland y Errol Flynn estaba también el juego y la comprensión de la vida en una parte de mi niñez. También recordándolos en mi vida adulta. Errol Flynn sabía que al final del desfiladero y de las grandes batallas de su vida estaba esperándolo siempre Olivia de Havilland, su amor verdadero. Incluso cuando ella, cantando Garry Owen, tenía el presentimiento de que Custer iba a morir con las botas puestas, con su traje impoluto, la botonadura reluciente y las botas sin una mota de polvo. Como nos pasa a veces en la vida en batallas inútiles. En este caso es verdad, porque cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia. Es que, a veces, vivimos con el cine puesto.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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