Ha llegado un momento crítico para la educación

Sevilla, 31/VIII/2020

Soy consciente del momento crucial que están viviendo miles de familias ante el comienzo del curso escolar, por muy bien que se pueda organizar la apertura de los centros educativos con todas las medidas antiCOVID que podamos imaginar. Deseo con estas palabras sumarme de forma solidaria y constructiva al retorno escolar masivo en nuestro país a espacios docentes seguros. Recuerdo que me emocionó en 2015 una campaña de una Fundación en la que se homenajeaba a los maestros y maestras de este país, a través de un eslogan que podemos recuperar hoy con todo su sentido: “Hay cosas que te enseñan de pequeño y te das cuenta de mayor. Gracias, maestras y maestros, por ayudarnos a construir”. La campaña pretendía “resaltar la importancia de la labor docente no solo en la transmisión de conocimientos, sino también en la construcción de personas. Porque ser solidario, tolerante o respetuoso también puede aprenderse. Y puede aprenderse no solo en el ámbito familiar, sino también en el escolar. Parte de la idea creativa de que las maestras y los maestros, al mandar a sus alumnos al rincón de pensar, por ejemplo, les están enseñando a reflexionar, a recapacitar, a perdonar, a construir”.

Ha llegado la hora crucial de las maestras y maestros de este país ante una situación desconcertante y con muchos interrogantes por despejar, pero confío plenamente en ellos, casi de forma ciega. Lo aprendí de mi maestra, Dª Antonia, a la que tanto agradezco su dedicación en mis primeros años de Colegio. Era una persona extraordinaria, a la que siempre recuerdo por enseñarnos a ser personas respetuosas con aquellas situaciones mágicas docentes que nos explicaba cada día con una paciencia infinita; a compartir la vida pequeña con las compañeras y compañeros de la clase tan pequeños como yo, atenta a cualquier momento de necesidad sentida que atisbara en nuestras caras de todos y en las de secreto. Siempre llevaba caramelos de colores en sus bolsillos para premiar cualquier situación de reconocimiento al trabajo bien hecho o a la conducta correcta en la convivencia de la clase. O simplemente porque era muy cariñosa con nosotros y su natural era siempre amable sin necesitar casi nada a cambio.

Recuerdo que un día me manché el pantalón de tinta que me volcó un compañero de clase, “sin querer” decía ella, quitándole importancia, porque los tinteros de porcelana se sostenían de forma imposible en la banca que compartíamos. Para que no me regañaran en casa, porque conocía bien la educación espartana que recibí en el discreto encanto de la burguesía del barrio de Salamanca en Madrid, me llevó a su casa que estaba frente al Colegio, me quitó la mancha y procuró secarla para que cuando volviera a casa a mediodía no se notara, evitando una bronca monumental por parte de mi tía, que no entendía nada del sufrimiento de mi pequeña vida como niño del Sur en tierras de Castilla. El autor de la “fechoría” aprendió aquél día que había que tener cuidado con las cosas de manchar, cómo una maestra podía actuar como una madre y, sobre todo, que no le había castigado con el rincón de mirar a la pared, como acostumbraban otros maestros del lugar. Le enseñó a construir.

Dª Antonia nos enseñaba a pensar, a reflexionar, a recapacitar, a perdonar, a construir, para que cuando fuéramos el domingo por la mañana a ver el guiñol del Parque del Retiro, aprendiéramos que nuestro héroe, Chacolí, tenía que estar atento a una mujer, la bruja, para que no le pegara por la espalda con una palmeta muy parecida a la que tenían algunos profesores de nuestro Colegio. Aunque yo pensaba que ella no la tenía en clase porque no la necesitaba. Nos había enseñado a mirar siempre de frente, a no temer a una maestra de la vida, que no tenía que avisar nunca en momentos de peligro como el de la bruja porque siempre estaba allí Dª Antonia para cogerte de la mano y llevarte a pasear por la clase, sentándose contigo en su rincón preferido: el de querer, desinteresadamente, con su calidad humana que nunca he olvidado.

Hoy, viviríamos esta situación real con las mascarillas puestas. A través de los ojos descubiertos de Dª Antonia comprenderíamos muy bien qué significan y por qué hay que llevarlas puestas a pesar de la corta edad, por qué hay que lavarse las manos con frecuencia y por qué no podemos disfrutar juntos y sin distancias establecidas durante la estancia en el colegio. La educación es la piedra angular de un país y más allá de las disputas políticas de cómo llevar a cabo la ciclópea tarea de educar uniendo voluntades de siglas políticas, por cierto nada inocentes, más en estos momentos tan delicados, está la quintaesencia de educar para la vida, uniendo siempre, conocimiento, aptitudes y actitudes para ser personas dignas en el mundo actual a pesar del coronavirus. Cuando se desequilibra este trío de ases educativos, se producen resultados no pretendidos, que al fin y al cabo son los objetivos docentes no alcanzados. Sobre todo suspenden los profesores y suspende el país, no solo los alumnos. Ha llegado el momento crucial para educar.

Así viví la tarea de educar y ser educado cuando era niño y hacía las cosas de niño. Así lo he contado hoy porque me lo enseñaron de pequeño y lo he recordado siempre de mayor. Ahora, a pocas fechas de comenzar el curso escolar, reconozco que la actitud de Dª Antonia, como la de millones de maestras y maestros del mundo, de nuestro país, pueden hacer la vida de sus niñas y niños en clase mucho más amable y “normal” a pesar del coronavirus y para tranquilidad de todas las personas que admiramos y apreciamos la labor docente.

NOTA: la imagen se ha recuperado hoy de http://entornosaludable.com/20/07/2020/medidas-de-higiene-en-los-colegios-contra-la-covid-19/

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

¿Cómo vemos el dinero?

Sevilla, 30/VIII/2020

He visto hoy una campaña publicitaria de un banco de este país para abrir una cuenta en su entidad, con un eslogan de proximidad no inocente a las vivencias humanas y artísticas reflejadas en el dinero, que poderoso caballero es: “La cuenta del banco que ve tu dinero como lo ves tú”. Junto a esta frase lapidaria figuran diversas reproducciones de billetes con la pintora colombiana Débora Arango Pérez o de Comenio, con el símbolo quizás de la educación en la aproximación de las manos de un maestro y su alumno o alumna, como homenaje a la creación de la Didáctica, según figura en un grabado de su obra más importante, Orbis Sensualium Pictus (El mundo en imágenes), el primer libro ilustrado para niños y niñas de Occidente.

Esta imagen del billete que comenzó su curso legal en 1993 en la República Checa, como reverso del mismo y como homenaje a Comenio, me ha impresionado por la similitud con la que aparece en el fresco de la bóveda en la Capilla Sixtina, porque simboliza muy bien el problema de la distancia o proximidad humana: Dios, aparentemente cerca, está acompañado mientras que Adán está solo y les separan, según Miguel Ángel, unos centímetros mágicos, no inocentes. Todo en silencio y sin diálogo, como presagio de lo que pasaría después como mensaje para los siglos de los siglos a través de la creación y de la evolución, porque en esa distancia histórica está simbolizada la razón de existir y las creencias de millones de personas que han poblado y pueblan este planeta. En el caso del billete checo, no es lo mismo porque ya no están separadas las manos sino que se reflejan como fundidas en el acto de educar.

Junto a estas interpretaciones, quiero fijarme sobre todo en el fondo y forma de la citada campaña, que es lo que tiene marcado interés para mí ante una pregunta inquietante: ¿vemos el banco y yo, de la misma forma, mi dinero? Creo que no, sinceramente, porque los intereses no son los mismos, por mucha carga ideológica que se quiera transmitir a través de las reproducciones citadas, no inocentes por cierto. Es legítima, pero creo que se debería cuidar mucho más el fondo de lo que se quiere transmitir porque no todo vale. Los valores artísticos de Débora Arango y los de Comenio a través de su ingente obra didáctica, no estuvieron vinculados nunca con el dinero, porque no suele ser buen compañero de viajes éticos por la vida.

Me asombra que en la campaña se haya recogido una imagen de la pintora colombiana porque su vida fue un testimonio contracultural permanente y no sé si el banco promotor la conoce bien: “La pintura de Débora Arango tiene mucho de panfleto, de manifiesto, de indignación. Como la obra de Fernando González. En todo caso, es cualquier cosa menos decorativa. Como le hubiera convenido al éxito de una muchacha antioqueña de su clase en ese lugar y esos tiempos. La pintura de Débora Arango no halaga. Ni acompaña. Ni aquieta. Incita al asco, fustiga. Es gesto de rebeldía. Un crítico dijo que allí, en Envigado, una muchacha de la clase alta se adelantaba entonces a lo que hacían los vanguardistas europeos. La acuarela, agua y luz, fluidez, transparencia, entonces era una técnica de paisajistas, de pintores de flores de fin de semana, de bodegones con peras. Pero la más amable de las técnicas del pintor con ella abandonó su prestigiosa pureza. El pincel punza, denuncia, es repulsa, deforma. La luz se ensucia y el agua se endurece” (1). Sin más comentarios.

La gran pregunta que esconde la campaña también me perturba de verdad: ¿cómo vemos el dinero? o resumiendo y hablando claro y pronto ¿qué es el dinero? Existen dos acepciones del lema en el Diccionario usual de la Real Academia Española, la primera y la última (ed. del Tricentenario, 2019), que comprendemos bien hoy: moneda corriente y medio de cambio o de pago aceptado generalmente. Sin lugar a dudas, se sabe qué es y en qué consiste tenerlo o no, verlo de una forma u otra. Quevedo ya lo declaró como poderoso caballero. Pero un tal Sheldon G. Adelson, el poderoso magnate de Las Vegas, que estuvo buscando en 2012 el mejor sitio para reproducir ese “sueño americano” en España, dijo en una ocasión algo que no es inocente en los tiempos que corren: “Las Vegas es más o menos como lo haría Dios si tuviera dinero” (2). En algo sí acierta este poderoso caballero: Dios no tiene dinero. Él lo simbolizó muy bien, a su manera: tener o ver dinero te permite rivalizar con Dios, aunque las crónicas de más de treinta siglos, dicen que Él no lo tiene, que es pobre. Y esa realidad lo deja tranquilo. Pero, francamente, utilizar el modelo del imperio del juego y de la diversión, como para semejante desafío, es el colmo de la desfachatez. Entre otras cosas, del mal gusto. Y Dios, afortunadamente, no está para estas bagatelas. Probablemente, estará ocupado ahora con el rescate ético de la humanidad, aunque algunos se empeñen en llevarnos a la convicción mediante imágenes sugestivas que los bancos y yo somos la misma cosa, es decir, que vemos el dinero de la misma forma.

Para mí no es lo mismo y prefiero quedarme hoy a solas leyendo las obras preciosas de Comenius a lo largo de su vida junto a Orbis Pictus, por ejemplo “El Laberinto del Mundo y el Paraíso del Corazón”, en el que presenta el problema económico básico de las personas: la búsqueda del beneficio y de una vida feliz, que se resuelve siempre cuando se alcanza el paraíso del corazón. También, contemplando las de Débora Arango en su Antioquía natal, sin nada a cambio… o sí: obtener placer y utilidad en lo aparentemente inútil. No es lo mismo, ni todos somos iguales por mucho que a algunos guardianes del dinero les cueste creerlo, porque ellos creen que siempre lo ven igual que nosotros.

(1) https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-16392502

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

Louise Michel salva vidas

Sevilla, 29/VIII/2020

Los niños de Banksy ya no llevan globos, sino salvavidas con forma de corazón. Mientras que el mundo busca salidas casi imposibles a la pandemia que nos asola, miles de personas se lanzan al mar, sobre todo al Mediterráneo, para buscar la salvación en un mundo teóricamente mejor, ya ni siquiera el primero. Es cuando la solidaridad de determinadas personas se acuerda de los que menos tienen y son capaces de fletar un barco de nombre revolucionario, Louise Michel, una anarquista francesa que jugó un papel muy destacado en la Comuna de París.

Esta aventura humanitaria la ha protagonizado un activista de fama mundial, Banksy, un pintor callejero del que se desconoce su identidad a pesar de estar presente en muchos mundos. Se ha encargado en esta ocasión de financiar la adecuación de un barco de rescate al que ha bautizado con el nombre de Louise Michel, habiendo salido ya en su primera singladura desde un puerto español, Burriana (Castellón), el pasado 15 de agosto, en busca de salvar vidas de personas que se embarcan en aventuras casi imposibles para sobrevivir a cualquier precio, incluso con el de sus vidas. Lo ha hecho a través de una escisión de corte anarquista de la ONG alemana Sea Watch, especializada en este tipo de rescates. Ya ha cumplido diversas misiones habiendo salvado a cerca de 200 personas de morir ahogadas, navegando ahora hacia un puerto seguro donde desembarcar las últimas 89 personas que lleva a bordo.

Como manifesté el año pasado con el rescate mediático del Open Arms (Brazos Abiertos), siempre hay un después de cada acción como la del Louise Michel en esta ocasión, en la clave que explicó espléndidamente Benedetti en un poema inédito publicado dos años después de su fallecimiento, El Después, formando parte de un conjunto de poemas seleccionados por el autor en los últimos años de su vida (1): “El Después nos espera / con las brasas y los brazos abiertos / ah pero mientras tanto / vemos pasar con su cadencia/ la muerte meridiana de los otros / los más queridos y los no queridos”. Este tipo de acciones muestra ante el mundo, una vez más, la tragedia de la migración hacia Europa de miles de personas que huyen despavoridas de territorios donde la vida no vale nada.

Sigue faltando una política europea para afrontar y erradicar definitivamente el problema de la migración que se concentra en las orillas de Libia, entre otros territorios de muerte en vida, donde la mafia hace estragos a diario. Mientras no exista una acción comunitaria bien armada y en todos los frentes posibles, acción directa económica y social en los países de origen de los migrantes, acción conjunta y solidaria ante la acogida que se pueda producir en el tránsito hasta la solución final y legislación que respete ante todo los derechos humanos en todas y cada una de sus manifestaciones, siempre será necesario un Louise Michel como símbolo de solidaridad que recoja del mar a personas que necesitan ser atendidas en su desesperación humana.

Necesito encontrarme, como Benedetti deseaba cuando ya era mayor, con el Después de cada rescate que lleve a cabo el barco financiado y pintado por Banksy, mientras no se aborden los problemas migratorios de Europa, que continúan en plena pandemia, en una Cumbre Especial y Urgente del Después: “¿y qué dirá el Después / después de todo? / tengo la impresión de que sus brazos / empiezan a cerrarse / y es ahora mi muerte meridiana / la que en silencio está diciendo ven / pero yo me hago el sordo”. Es lo que pasa cuando conjugamos el verbo “Callarse” ante cualquier injusticia por pequeña que sea, en silencios cómplices vergonzantes de un presente de indicativo muy triste: yo me callo, tú te callas, él se calla, nosotros nos callamos, vosotros os calláis, ellos se callan… Incluso cuando navegamos por el mar abierto de la vida y vemos que se cruzan con nosotros personas con miradas y peticiones de aliento para seguir viviendo.

(1) Benedetti, Mario, Biografía para encontrarme, 2011. Madrid: Alfaguara.

NOTA: la imagen se ha recuperado hoy de https://www.unilad.co.uk/news/banksy-funds-rescue-boat-louise-michel-to-save-refugees-in-mediterranean/

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Volverá a brillar el mundo como nunca ha sido

Sevilla, 28/VIII/2020

Me refugio con inusitada frecuencia en la poesía de Ángel González, como puede comprobar cualquier compañero o compañera de viaje en este camino digital. Hoy, he leído con atención reverencial un poema suyo, Aquella luz, precioso, que nos anima a ver el mundo brillar como nunca ha sido. Es verdad que esta pandemia lo ha cambiado todo y creo que tenemos una oportunidad de experimentar una nueva forma de situarnos en el nuevo mundo cuando, poco a poco, finaliza agosto dejando pasar los días, los meses, hasta que las altas constelaciones ordenen nuestra nueva vida, que nos permitan vislumbrar la claridad en medio de poderosos misterios y con un objetivo claro: mantener intacta la esperanza. Porque necesitamos creer que la luz que tiempos atrás nos iluminaba incluso en los momentos más difíciles, la que se encendía siempre en nuestros legítimos deseos, volverá a brillar aunque el mundo ya no sea el mismo. ¿Por qué no?

Aquella luz

¡Volver a ver el mundo como nunca
había sido...!

En los últimos días del verano,
el tiempo detenido en la gran pausa
que colmaría septiembre con sus frutos,
demorándose en oro
octubre,
y el viento de noviembre que llevaba
la luz atesorada por las hojas
muertas hacia más luz,
arriba,
hacia
la transparencia pálida de un cielo
de hielo o de cristal
cuando diciembre
y la luna de enero
hacían palidecer a las estrellas:
altas constelaciones ordenando
la vida de los hombres,
el misterio tan claro,
la esperanza aún más cierta…

Aquella luz que iluminaba todo
lo que en nuestro deseo se encendía
¿no volverá a brillar?

NOTA: la imagen corresponde al primer carril bici fluorescente del mundo, en Nuenen. El cielo estrellado de Van Gogh sobre el asfalto.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

Asunción Balaguer y Francisco Rabal, ante los ejes de sus vidas

Sevilla, 27/VIII/2020

Ayer vi el programa que TVE1 dedicó a la saga Rabal-Balaguer, recordando la obra de un actor extraordinario al que tuve la oportunidad de entrevistar durante mi etapa docente, como escribí en el artículo que acompaña a estas líneas. También, como homenaje a Asunción Balaguer, una persona clave en la saga que nació con ellos. Si importante fue Paco Rabal para el cine español, el ejemplo de Asunción, su compañera leal de vida, merece hoy una atención especial. El 24 de noviembre de 2019 falleció Asunción a los 94 años de edad. Hasta que cumplió 90 años, trabajó en el teatro, que era su gran pasión de vida relegada a un segundo plano hasta que falleció su marido. La recuerdo siempre con la dignidad de mujer y actriz, presente en cada una de sus palabras. Esa fue la razón de que le dedicara un artículo hace ya cinco años en este blog, Los ejes de mi vida, que recupero hoy como homenaje a su memoria como persona y actriz. Ella fue la gran artífice de la saga que presentó ayer la televisión pública.

Sin título
María Lavalle y Asunción Balaguer

Es demasiado aburrido
seguir y seguir la huella
andar y andar los caminos
sin nada que me entretenga

Atahualpa Yupanqui, Los ejes de mi carreta

Cuando contemplé la cara amable de Asunción Balaguer en la promoción de su próxima intervención en el Teatro de La Abadía, en Madrid, dando la réplica a María Lavalle en Atahualpa y los ejes de una vida, dirigida por Jaime Chávarri, recordé inmediatamente la vida compartida con Paco Rabal, en la que estuvo siempre en un segundo plano dejando pasar su persona de secreto, de actriz, como otras tantas mujeres que estuvieron a la sombra de las vidas profesionales de hombres denominados ilustres, cuando ellas podían haber alumbrado la sociedad por ellas mismas, con su saber ser y estar en la vida desde diferentes perspectivas personales y profesionales. Nunca se escribirá lo suficiente sobre esta realidad en la que la mujer ha entregado una vida artística, como Asunción, rescatada ahora a la mayor gloria de la diosa vida.

Me gustó mucho el título de esta representación en homenaje a Atahualpa Yupanqui, que me ha acompañado siempre en la banda sonora de mi vida. La sinopsis del espectáculo es fiel reflejo de una vida apasionada y de emociones sentidas y, lo que es mejor, transmitidas: “La tensión dramática de Atahualpa, los ejes de una vida está señalada por los avatares de una vida que se identifica con una condición humana sobria de ornamentos materiales como rica en poesía e interrogantes filosóficos. El andar por distintos rumbos del continente americano y del mundo le fueron dejando canciones que están unidas a su vida, entre ellas, emblemáticas, son las que refieren exilios. También encuentros significativos como el que tuvo con Edith Piaf que le abrió las puertas de París y el reconocimiento general. La puesta en escena trata de marcar la evolución dramática de una obra que estableció pautas extraordinarias en la canción del siglo XX y que se proyecta a la actualidad con sorprendente eficacia. Su contenido interpela nuestra existencia y nuestro presente histórico. La combinación de actriz, cantante y músicos va ambientada con proyección de imágenes y sonidos que pretenden ante el público dar presencia a distintos momentos de la vida de Atahualpa Yupanqui”.

A veces…, nos llaman abandonados si no engrasamos los ejes de nuestras vidas. Por ejemplo, he recordado uno en especial, personal, el de la docencia. Fue cuando entrevisté en Huelva a Paco Rabal en 1980, en una semana de cine social que celebrábamos en aquellos años de consolidación de la democracia, en mi etapa de director de la Escuela de Trabajo Social. Proyectamos una película en 16 milímetros con nuestros propios medios, El “Ché” Guevara (1968), interpretada por él, que Paco recordaba bien no tanto por su calidad, porque reconocía que no era una joya de la cinematografía, rodada con escasos medios en Italia, sino por su contenido ideológico, donde el Ché merecía ser tratado con calidad personal y testimonial. Nos sirvió aquel encuentro para reforzar el compromiso social en el contexto del activista argentino de razón y cubano de corazón, que era el objetivo de aquella semana cultural abierta a todo el público de Huelva, porque pensábamos en aquél año que esta provincia descubridora necesitaba la educación y la cultura en todos los niveles para seguir descubriéndose a sí misma, como eje engrasado de su futuro. Paco estuvo genial contando mil y una anécdotas de su compromiso activo a través del cine, las peripecias del rodaje con su sempiterno macuto cargado de piedras, respondiendo con ejemplos vitales que supimos comprender sin esfuerzo alguno.

Mientras, Asunción estaba en casa, probablemente en el Arroyo de la Plata (Sevilla), esperando como siempre el regreso plácido y triunfal de Paco, a quien tanto amaba. Por eso la he recordado especialmente, por su ejemplo de vida, que debemos rescatar para fijarlo y darle el esplendor que merece, porque es demasiado aburrido seguir y seguir la huella, andar y andar los caminos sin nada que nos entretenga, reinterpretando ahora a Atahualpa Yupanqui y comprendiendo su mensaje para ahora y siempre: No necesito silencio; yo no tengo en qué pensar. Tenia… pero hace tiempo… ¡ahura, ya no pienso más!.

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¡Influyentes de España, uníos!

Sevilla, 26/VIII/2020

Las palabras que siguen van dirigidas desde una persona mayor, bloguero por más señas desde hace ya muchos años, a los más jóvenes de este país y, sobre todo, a sus líderes en redes sociales, los llamados “influencers”, influentes o influyentes, es decir, los que influyen en las decisiones de parte de la sociedad que los ve y escucha, sobre todo de los más jóvenes, atendiendo al uso correcto del lenguaje en nuestro idioma evitando el anglicismo: ¡Influyentes de España, uníos! Estoy convencido de que si hubiera una acción digital y coordinada de todos los influyentes con mensajes claros sobre la realidad del coronavirus, a modo de un nuevo Manifiesto Digital, esta acción se convertiría en tendencia y llegaría a millones de jóvenes de este país de una forma mucho más rápida y eficaz que las campañas oficiales del Gobierno central y de los autonómicos que, obviamente, se deberían cuidar en sus mensajes coordinados, número, fondo y forma, como complementarios, así como en la transparencia de la inversión pública en ellas.

Lo señalaba recientemente el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón: «Creo que hay muchos influencers [influyentes] en España con una visibilidad muy grande que pueden ayudar a controlar la epidemia». Estoy plenamente convencido de que es así por la realidad digital en nuestro país y en el mundo que nos rodea. Además, reforzó esta idea en relación con el uso controvertido de las mascarillas: “Creo que hay mucha gente en España que tienen una población que les sigue que pueden ayudar a que las medidas de prevención se implementen correctamente”.

La transformación digital en nuestro país no escapa en este momento a la pandemia en todas sus vertientes. Se ha demostrado cómo la revolución digital ha sido la artífice de la cohesión personal, familiar, laboral y social en nuestro país durante el estado de alarma. Me parece, por tanto, muy adecuado que se refuerce su capacidad transformadora en la creación de tendencias de opinión y conductas en todos los segmentos de población, obviamente entre los más jóvenes, durante la mal llamada nueva normalidad. Acudir a la inteligencia digital creo que es el camino más adecuado en estos momentos.

En el libro que publiqué en 2007, Inteligencia Digital. Introducción a la Noosfera digital, ya alertaba de esta oportunidad histórica en la vida de las personas que pueblan la Noosfera. En esa ocasión, definí la inteligencia digital a través de cinco acepciones que rescato hoy de nuevo para aplicarlas a la situación que estamos viendo en relación con el coronavirus:

1. Destreza, habilidad y experiencia práctica de las cosas que se manejan y tratan, con la ayuda de los sistemas y tecnologías de la información y comunicación, nacida de haberse hecho muy capaz de ella.

2. Capacidad que tienen las personas de recibir información, elaborarla y producir respuestas eficaces, a través de los sistemas y tecnologías de la información y comunicación.

3. Capacidad para resolver problemas o para elaborar productos que son de gran valor para un determinado contexto comunitario o cultural, a través de los sistemas y tecnologías de la información y comunicación.

4. Factor determinante de la habilidad social, del arte social de cada ser humano en su relación consigo mismo y con los demás, a través de los sistemas y tecnologías de la información y comunicación.

5. Capacidad y habilidad de las personas para resolver problemas utilizando los sistemas y tecnologías de la información y comunicación cuando están al servicio de la ciudadanía, es decir, cuando ha superado la dialéctica infernal del doble uso.

Estoy convencido de que los teléfonos móviles, las tabletas, televisores, consolas y ordenadores en general, el software y el hardware inventados por el cerebro humano, es decir, el conjunto global de tecnologías informáticas y de telecomunicaciones que son el corazón de las máquinas (chips) que preocupan y mucho a investigadores, historiadores y filósofos, de forma legítima y bien fundamentada, permiten hoy creer que llegará un día en este “siglo del cerebro” en el que sabremos cómo funciona la caja mágica personal e intransferible de cada uno en cada milésima de segundo. Descubriremos que somos más listos que los propios programas informáticos que usamos a diario en las máquinas que nos rodean, porque la inteligencia digital desarrolla la capacidad y habilidad de las personas para resolver problemas utilizando los sistemas y tecnologías de la información y comunicación cuando están al servicio de la ciudadanía, sobre todo cuando somos capaces de superar y vencer la dialéctica infernal del doble uso de la transformación digital de la sociedad, es decir, la utilización correcta de los descubrimientos electrónicos para tiempos de paz y no de guerra o para solucionar los daños que está ocasionando la pandemia actual, siendo conscientes de que la investigación digital avanza a veces de forma desconcertante tanto en el caso de los drones de última generación como en la fabricación de los chips que paradójicamente se usan lo mismo para la consola Play Station como para los misiles mortíferos Tomahawk.

Ese es el principal reto de la maravillosa inteligencia, digital por supuesto, porque vivimos en la sociedad red y creo que los jóvenes tienen un papel muy destacado en contener esta pandemia, porque formamos parte de una gran malla de cerebros pensantes o Noosfera y porque somos capaces de transformar el mundo con la ayuda de las herramientas que nos proporciona en la actualidad la revolución digital. Por tanto, desde mi modesta opinión y en clave revolucionaria, ¡Influyentes de España, uníos también contra la pandemia! Ha llegado vuestro momento estelar y os pasamos el testigo para contener también la pandemia. Palabra de persona mayor que siempre ha esperado mucho de vosotros, influyentes de España.

NOTA: la imagen se ha recuperado hoy de https://knowledge.wharton.upenn.edu/article/new-marketing-royalty-rise-digital-influencers/

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

Amables, por cierto

Sevilla, 25/VIII/2020

Amabilidad es una palabra amable, aunque suene a tautología. Esta palabra, junto a amable y amablemente formaron una tríada que se divulgó, brilló, fijó y dio esplendor en el siglo XVIII en este país a través de mi admirado Diccionario de Autoridades (1726, 256, 2 y 257,1). Cada una de ellas aportó una forma de entender determinados comportamientos de las personas que hacían más fácil vivir con los demás. Amabilidad (sustantivo femenino) se definía como “suavidad en el trato, afabilidad, dulzura y atractivo”. Amable (adjetivo), como “La Persona que por su natural dócil, suave, apacible y cariñoso se concilia la común estimación, aprecio y amor […] Y también se entiende y dice de la cosa que es digna de atención y aprecio: como la virtud, la verdad es amable”. Por último, amablemente (adverbio), “amorosamente, apaciblemente, con cariño y suavidad”.

En estos días difíciles de la normalidad anormal después del estado de alarma, sigo empeñado en una búsqueda constante de personas, cosas y noticias amables, que me enseñen a ser cada día más afable y de que se traten determinados asuntos que tanto nos preocupan en la actualidad “amorosamente, apaciblemente, con cariño y suavidad”. No es cuestión de vivir en una burbuja sino de encontrar contextos amables en casi todo lo que se mueve. Lo necesitamos. Lo necesito con ardiente impaciencia, porque el país necesita urgentemente liderazgo amable desde la perspectiva de sus gobernantes, cuestión no baladí desde la perspectiva ciudadana: «Muchos políticos pretenden cabalgar hasta lo más alto a lomos de la dureza del discurso, el lenguaje aguerrido contra el adversario y la retórica beligerante. Sin embargo, la cortesía, las palabras cálidas y el vapuleado talante quizá sean más provechosos en las urnas». Así se reflejó en un estudio científico llevado a cabo en el Congreso americano en 2015, de rabiosa actualidad salvando lo que haya que salvar, con un análisis de 124 millones de palabras expresadas por sus cargos electos durante las últimas dos décadas: «Los investigadores buscaron términos como «afecto», «cuidar», «cortesía», «derechos», «igualdad», «humano», «escuchar», «compartir», «solidario» hasta completar una lista de 127 palabras (o raíz) que tienden a transmitir contenidos en favor de los intereses colectivos y la armonía entre personas. Al comparar mes a mes la proporción de estas palabras en los discursos con las encuestas de valoración de los políticos que las usaban —o no— se observa una «impresionante coincidencia», según los investigadores que publican este estudio en PNAS. Las palabras que pronosticaron con más fuerza la aprobación del público por su uso fueron «amable», «involucrar», «educar», «contribuir», «preocupado», «dar», «tolerar», «confianza» y «cooperar» (1). Ser o no ser amables en política, esa es la cuestión que después se traduce o no en votos.

Recuerdo sobre todo en este contexto un discurso que pronunció en 2013, en la Universidad de Syracusa, el escritor y profesor George Saunders, que se hizo viral a través de su publicación en el The New York Times. Tuvo tanta repercusión mundial -más de un millón de lectores-, que se publicó posteriormente en formato libro bajo el título Felicidades, por cierto (2), del que quiero entresacar algunas reflexiones en torno a su hilo conductor: la amabilidad.

En el discurso citado, la amabilidad y no tanto la bondad (desde mi punto de vista no son lo mismo), nace en una historia que cuenta Saunders que le sucedió en su vida y ante una pregunta directa ¿de qué te arrepientes? Es el relato sobre Ellen (nombre ficticio), una chica tímida que se incorporó a su clase de séptimo curso, con unas gafas azules de ojo de gato que en ese momento llevaban sobre todo las mujeres mayores. Tenía la costumbre de que cuando se ponía nerviosa se metía un mechón de pelo en la boca, con la apariencia de mordisquearlo. La realidad es que ella convivía con nosotros en el barrio y era ignorada por la mayoría de la clase, aguantando todo tipo de preguntas impertinentes y burlas. Saunders sabía que esta situación le hacía daño, que ella lo mostraba con los ojos caídos y tratando siempre de desaparecer. Siempre pensé que ella, en su casa, le contaría a su madre que todo estaba bien en la escuela y que tenía amigos. La realidad es que siempre estaba sola. Se fueron del barrio y la realidad es que fue una historia en la que no había nada más, sin otro tipo de vejaciones más allá de las narradas. Un caso perfecto de bullying. Un día venía a clase, otro no y así hasta que la familia se mudó definitivamente del barrio. Así acababa la historia contada a aquellos alumnos de graduación en Siracusa, al iniciar el discurso.

Saunders no olvidó nunca esa situación y no porque él fuera agresivo con Ellen sino todo lo contrario: fue muy amable con ella, incluso la defendió en alguna ocasión, sobre todo por lo que significaba en su vida los fracasos por la falta de amabilidad y bondad, en esos momentos en los que otro ser humano, que estaba cerca, frente a él, sufriendo, sin una respuesta por su parte, sólo con timidez también, de forma reservada, sin un compromiso de defensa y apoyo verdadero. Sobre todo porque visto desde otro ángulo de la vida pasada, los mejores recuerdos los tenemos de las personas que se portaron siempre de forma amable con nosotros.

A partir de esta reflexión última, centra su discurso en una defensa a ultranza de la amabilidad, de las personas amables y de lo que significa actuar amablemente en la vida de cada persona, haciéndose una pregunta crucial: ¿Cuál es nuestro problema?  ¿Por qué no somos más amables? Probablemente, por el egoísmo grabado a fuego durante nuestra existencia, dando prioridad a nuestras necesidades de forma prioritaria sobre las de los demás. Lo estamos viendo a diario con el comportamiento individual y social, sobre todo de los más jóvenes, ante el coronavirus, en una actitud sorprendente y con una ausencia plena de amabilidad en relación con las familias y con las personas más vulnerables de la sociedad.

La segunda pregunta del millón de dólares sería ¿qué hacer? A partir de aquí y en tan sólo tres minutos plantea varias respuestas. En primer lugar, hay que saber distinguir entre lo que reconocemos como Alta Amabilidad y Baja Amabilidad en nuestras vidas. Es algo parecido a la elaboración de un listado de acciones amables y no amables que identificamos en el acontecer diario. Es probable que en la medida que avanzamos en el camino de la vida podamos un día llegar a ser más amables por las propias enseñanzas que nos ofrece la experiencia de vivir, de la vida. Saunders lo reconoce: la mayoría de las personas, a medida que envejecen, se vuelven menos egoístas y más amorosas. La experiencia de tener hijos es una de las oportunidades para valorar no tanto lo que nos suceda a nosotros sino lo que les suceda a ellos. Es el momento que da el título a su libro, Felicidades, por cierto, en frase textual del autor, porque las personas que en ese momento se gradúan han alcanzado un éxito muy querido por los padres o tutores.

La vida continúa después de la graduación y se llega a ese momento después de un largo caminar sobre ilusiones y sueños: hay que intentar ser más amables. Tener éxito en la vida no lo es todo: es como una montaña que sigue creciendo por delante de nosotros a medida que se camina y existe el peligro real de que «tener éxito» ocupe toda la vida, mientras que se desatienden las grandes preguntas. A partir de aquí, ofrece unos consejos: hay que empezar ya a cambiar de actitud, sobre todo desterrar el egoísmo, tomando conciencia de que existe el remedio para curar esta enfermedad individual y social, buscando desesperadamente los mejores remedios para vencerla.

En la vida hay tiempo para hacer muchas cosas y él las enumera a título indicativo, no exhaustivo, pero haciéndolo siempre en la dirección correcta, es decir, en la de la amabilidad. Finaliza con un mensaje aleccionador: “Y algún día, dentro de 80 años, cuando tengáis cien y yo ciento treinta y cuatro, y todos seamos tan afectuosos y amables que casi no se nos pueda aguantar, escribidme unas líneas para contarme cómo os ha ido la vida. Y confío en que me digáis que ha sido maravillosa”.

Cuando lo que nos rodea nos inquieta en estos momentos de desconcierto mundial por la propagación de la epidemia de la COV ID-19, estamos obligatoriamente obligados a descubrir que debemos ser más amables cada día, llenar de amabilidad nuestras vidas y pensar amablemente en que otro mundo es posible. Todavía atesoramos tiempo, convirtiéndose paradójicamente en un regalo muy preciado en estos momentos en los que acusamos su falta proverbial. Recuerdo que el Eclesiastés (Qohélet) no pensaba así, porque nos dice que tenemos hasta 27 oportunidades para disfrutar de él a lo largo de la vida, eso sí siendo amables en un mundo que necesita amabilidad para poder vivir amablemente todos los días: nacer, morir, plantar, arrancar lo plantado, sanar, destruir, edificar, llorar, reír, lamentarse, danzar, lanzar piedras, recogerlas, abrazarse, separarse, buscar, perder, guardar, tirar, rasgar, coser, callar, hablar, amar, odiar, guerra y paz. Al final, lo que necesitamos es decirnos, como los alumnos de la graduación de Saunders, que la vida amable es maravillosa y que la verdad es lo más amable que podemos experimentar en tiempos difíciles. En España, desde el siglo XVIII, así lo entendieron también nuestros mayores.

(1) https://elpais.com/elpais/2015/05/20/ciencia/1432116127_854469.html

(2) Saunders, George, Felicidades, por cierto, 2020. Barcelona: Planeta / Seix Barral.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

El mundo que habitamos

Sevilla, 22/VIII/2020

Sigo muy de cerca la vida y obra de Antonio López y su realismo mágico de la vida cotidiana, aunque en principio parezca una afirmación contradictoria. También, el de artistas próximos a él. El pasado miércoles descubrí la obra de la pintora extremeña Consuelo Hernández que se presentaba en Madrid, en un lugar muy querido en mi infancia, La Casa de Vacas, en el Parque del Retiro, con un título programático muy atractivo: El mundo que habito. Las personas que frecuentamos el futuro buscamos junto a islas desconocidas otros mundos posibles en los que podamos vivir de la forma más amable posible.

La evolución y estilo de su obra se describe en su biografía de forma detallada: «La amistad con el grupo madrileño de artistas de la escuela de Antonio López, la admiración por la obra de este gran maestro del Realismo español y la visita a su exposición antológica exhibida en el Museo de Albacete, posteriormente en el Museo Reina Sofía de Madrid, conforman definitivamente el estilo realista y personal al que llega Consuelo Hernández, estilo al que se ha mantenido fiel desde los comienzos de la década de los años 80 hasta la actualidad».

La exposición gira en torno a cuatro áreas temáticas: Interiores y retratos, Ciudades, con especial atención a Madrid y su querida Tánger, ciudad en la que vivió unos años, Ellas, dedicado a mujeres apreciadas por la artista y Paisaje, una parte de su colección Ventanas al mar, culminando su obra expuesta con un díptico, Cerezos en flor, a modo de homenaje a la tierra que la vio nacer.

Si nos propusieran alguna vez hacer alguna exposición con lo más representativo de nuestras vidas, aplicando un realismo extremo a modo de retrospectiva, no tengo claro qué elegiría en mi caso para presentar mi obra en sociedad. Quizás, sólo mis escritos en los que se pudiera apreciar un hilo conductor dibujado con palabras: el mundo sólo tiene interés hacia adelante, el mundo en el que habito desde que tengo uso de razón, rodeado más de personas que me han marcado que de objetos. Retratos, siguiendo la estela de Antonio Machado. Sería como abrir por primera vez la maleta del padre del escritor Orham Pamuk, premio Nobel de Literatura en 2006 y descubrir que en ella solo hay palabras escritas con el alma.

Esa lección la aprendí porque un día no tan lejano comprendí la metáfora de su discurso en el acto de recepción oficial del galardón, como homenaje a lo que su padre le entregó un día en una pequeña maleta que contenía su tránsito por la vida: “Recuerdo que, después de que mi padre se fuera, estuve unos días dando vueltas alrededor de la maleta sin tocarla. Conocía desde niño aquella maleta pequeña de cuero negro, sus cierres y sus esquinas redondeadas. Mi padre la usaba cuando salía a algún viaje breve o cuando quería llevar algún peso a su oficina. Me acordaba de que cuando era pequeño, después de que regresara de algún viaje, me gustaba abrir la maleta y revolver sus cosas y aspirar olores a colonia y a país extranjero que salían de su interior. Aquella maleta era un objeto conocido y atractivo que me traía muchos recuerdos del pasado y de mi infancia, pero ahora no podía ni tocarla. ¿Por qué? Por el misterioso peso de la carga que ocultaba en su interior, por supuesto” (1). Sin desvelar su contenido, les aseguro que tiene mucho que ver con el efecto balsámico de la literatura.

MUSEO DE LA INOCENCIA
Museo de la Inocencia. Estambul

Contemplo las obras mágicas de Consuelo Hernández y comprendo que es admirable la forma de plasmar las preguntas de la vida en su pintura, una forma de explicarnos -como ella sabe hacerlo- el mundo que habita. Un gran ejemplo. Probablemente, siguiendo a Pamuk, tendré que leer o visitar de forma pausada El museo de la inocencia, para comprender bien por qué nos empeñamos en convertir los recuerdos que motivan nuestra escritura en oscuros o claros objetos de exposiciones o museos de la inocencia reales o virtuales cuando los lectores visitan nuestras palabras. Pero lo verdaderamente difícil es la soledad sonora ante la página en blanco, en cualquier soporte, porque podemos decirlo todo o nada, de todos los modos posibles, aunque lo verdaderamente fascinante es comprometerse todos los días en decir algo especial. Porque nos queda la palabra. Nunca inocente, por cierto, sobre todo cuando tiene alma.

(1) Pamuk, O. (2007). La maleta de mi padre. Barcelona: Mondadori, p. 11-44.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja para ninguna empresa u organización religiosa, política, gubernamental o no gubernamental, que pueda beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de jubilado.

Palabras para Adrián

Sevilla, 21/VIII/2020

Adrián ha nacido hace unas horas. Si el fenómeno de la hoja en blanco es siempre una aventura hacia lo desconocido, escribir sobre el nacimiento de un nieto me obliga a recordar una vez más las palabras que escribió Ítalo Calvino en su obra póstuma “Seis propuestas para el próximo milenio”: “…es un instante crucial, como cuando se empieza a escribir una novela… Es el instante de la elección: se nos ofrece la oportunidad de decirlo todo, de todos los modos posibles; y tenemos que llegar a decir algo, de una manera especial” (Ítalo Calvino, El arte de empezar y el arte de acabar).

Efectivamente, lo que quiero decir es algo que muestre la fuerza de la palabra ante un acontecimiento de tanta belleza humana, la máxima expresión de la vida, más en estos tiempos tan difíciles de pandemia. Adrián nace hoy en un mundo difícil, pero con todas las oportunidades de ser feliz. Nace rodeado de afecto y cercanía familiar, en un centro sanitario público, atendido de forma especial por profesionales del Sistema Sanitario Público de Andalucía que ennoblecen mediante su trabajo serio y riguroso, el servicio que prestan a la ciudadanía presidido por la salvaguarda del interés general.

Cuando nació nuestro hijo Marcos, hace ya treinta y cinco años, publiqué en un periódico de la ciudad donde vivíamos entonces un artículo, Poner el nombre, al que acudo hoy de nuevo para rescatar su contenido esencial, porque quiero susurrar al oído de Adrián lo que allí expresaba a su padre. Fundamentalmente, porque siguen siendo mis principios y no tengo otros a esta altura de la vida. Decía allí que es grandioso el ser humano porque tiene una historia digna de ser recordada en sus «momentos» más transcendentales: “Poner nombre a los seres vivientes fue el punto de partida de una historia mal contada en nuestra infancia. Verán. En el relato de la experiencia humana del pueblo de Israel, que buscaba entenderse a sí mismo, haciéndose las preguntas de siempre: ¿de dónde venimos, hacia dónde vamos y quiénes somos?, y que luego sería recogida por el cronista de la época, se citaba como responsabilidad única e irrepetible en el hombre la de poner nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo. Y cuando creyó que ya conocía todo sin necesidad de nada y de nadie, tuvo la oportunidad de dar el mejor nombre para la mejor mujer: Eva, porque «era la madre de todos los vivientes». Casi siempre ha pasado desapercibido este relato bíblico en beneficio de la maléfica manzana o serpiente. Tamaño descuido ha incidido sobremanera en el entendimiento de los nombres, en la despreocupación de sus contenidos, en aras de una simbología de la época. Y hoy día, que todos reclamamos a gritos «llamar a las cosas por su nombre», en expresión popular, tenemos la gran oportunidad de rescatar el sentido primigenio de aquel hombre de la historia, Adán, que gozó de un privilegio que hoy exigimos por derecho propio. Mucho más en los momentos actuales de vanguardismo y progresía mal digerida, donde damos nombre a los niños que vienen en aras de una «moda» o como resultado de la última campaña de la revista para los padres y que premia los más originales. Si importante es poner nombre a las cosas, mucho más lo es ponerlo a las personas”.

En el momento actual, aunque tengamos que ser respetuosos con la época, “no hay más remedio que reconocer que la acción actual de poner nombre a las personas no tiene que ver absolutamente nada con el mandato para Adán. Esa gran oportunidad de hacer de cada nombre un programa (así lo vivió el pueblo de Israel), se perdió en los fuegos fatuos de la historia. Nuestros antepasados ponían los nombres a sus hijos de acuerdo con un programa «dialogado» con Dios, es decir, en los hijos se quería proyectar un deseo compartido por el amor. Si a un niño hebreo se le pone Rafael, no es por agradecimiento al arcángel de moda, sino porque Dios ha sido como una «medicina» para la pareja. Si una niña se llama Ruth, será como homenaje a la amistad de todos. Cada vez que cojamos en brazos, por ejemplo, a Ruth, «nuestra amiga», recordaremos el programa para ella: nos comprometemos en la amistad, no necesitamos sacralizar el nombre. Esas eran las vivencias del pueblo hebreo. Cada nombre un programa, cada hijo/a un proyecto de vida enmarcado en el símbolo de cómo le llamamos”.

Finalizaba aquél artículo explicando que “nuestra cultura actual vive muy lejos de esta realidad, pero sería importante recuperar estos valores históricos, para encontrar nuevos significados a la creación en general. A mí siempre me ha gustado sobremanera la historia de una pareja bíblica que se plantea el nombre como respuesta a una experiencia de crisis «matrimonial». Elcaná y Ana son la pareja feliz; son capaces de compartir el amor junto con una mujer más, aprobada por el rito de la época: Peninná. Es más, debido a la esterilidad de Ana, Elcaná se vuelca sobre Peninná «porque le da hijos». Ana se esconde por los rincones llorando su esterilidad y Elcaná la busca en el mejor acto de amor de la historia: «No llores mujer, porque mi amor es mejor que diez hijos…» Se unen, conociéndose, naciendo un niño con nombre de agradecimiento, Samuel, que en hebreo significa: «pedido a Dios». El nombre cobra tanta importancia como cumplir posteriormente con el rito: se había pedido un hijo y nace. Todo lo demás refuerza la importancia del acto: hay que llevar en agradecimiento un novillo de tres años, una medida de harina y un odre de vino. Para rematar la fiesta, como hacemos por aquí, porque todo es importante en la viña del Señor. Samuel siempre será un acto de afirmación, de fidelidad progresista de una pareja revolucionaria en su época que, entre otras cosas, supo llamar al niño por su «nombre»”.

Nosotros, pusimos a nuestro hijo el nombre de Marcos, porque era un homenaje a una persona que contó a la humanidad una historia apasionante, la de Jesús de Nazaret, que vino a traer un mensaje revolucionario a la vida: se puede ser feliz siendo, más que teniendo.  Ahora, Adrián, Adriano, sabemos que fue un vecino de Itálica hace ya muchos años y probablemente encontramos su mejor sentido de vida, su programa, cuando acudo a mi rincón de pensar y escojo un libro precioso, Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, muy bien tratado en su traducción por Julio Cortázar, en el que recorro una trayectoria apasionante de un niño de un pueblo cercano a Sevilla, que llegó a ser emperador y que entregó al mundo el espíritu de la libertad para ser diferentes en un mundo a veces diseñado por el enemigo, bellamente expresado en unas palabras llenas de encanto y de alma: “Mínima alma mía, tierna y flotante / huésped y compañera de mi cuerpo / descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, / donde habrás de renunciar a los juegos de antaño”.

No sé si he sido fiel a mi compromiso crónico con Ítalo Calvino al escribir estas palabras. Lo que les puedo asegurar es que hoy, ante la oportunidad de decirlo todo, de todos los modos posibles, sólo he intentado decir algo de Adrián y de una manera especial.

El ejemplo de una paloma equivocada

Sevilla, 19/VIII/2020

Facebook me ha vuelto a recordar hoy que hace exactamente seis años publiqué por primera vez un post que llevaba este título, en el marco de una serie en la que proponía que hiciéramos ese año un agosto diferente para dar otro sentido más humano y cercano a la expresión popular referida a este mes. De nuevo, comparto estas palabras porque siguen teniendo actualidad plena en este agosto tan especial. La situación del coronavirus en este país sigue demostrando que las palomas también se equivocan, en la clave del dilema eterno de la paloma de Alberti y su significado para las personas dignas que lo quieran entender, porque hay que «buscar los roles que nos corresponden y ser consecuentes con nuestra persona de secreto, pero sin renunciar a lo que cada uno tiene que hacer en la vida, para no equivocarnos. Es probable que si crecemos en valores, el mar siga siendo mar y la noche…, noche, aunque a veces tengamos que dormir en orillas que no nos corresponden, porque otros se han ido por las ramas».

Sigue teniendo vigencia plena.

Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.

Por ir al norte, fue al sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.

Creyó que el mar era el cielo,
que la noche la mañana.
Se equivocaba.

Que las estrellas, rocío;
que la calor, la nevada.
Se equivocaba.

Que tu falda era tu blusa;
que tu corazón, su casa.
Se equivocaba.

(Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama).

Rafael Alberti, La paloma. Entre el clavel y la espada (1941)

Acabo de leer las noticias del día y he recordado este maravilloso poema de Rafael Alberti, Se equivocó la paloma, en una interpretación para hoy mismo. Lo que ocurre a diario muestra un mundo en permanente confusión, aquí y allá, con daños y duelos diferentes, pero siempre con los interrogantes de una paloma confundida. Para personas que muchas veces pensamos que nos hemos equivocado de siglo al nacer e intentar vivir en otro mundo posible, no el del nunca jamás de Peter Pan, volver a leer pausadamente el poema de Alberti y escuchar la versión tan querida para mí de Serrat, sobre la primitiva del compositor argentino Carlos Guastavino, nos llena de interrogantes positivos que debemos despejar.

Por ejemplo, buscar los roles que nos corresponden y ser consecuentes con nuestra persona de secreto, pero sin renunciar a lo que cada uno tiene que hacer en la vida, para no equivocarnos. Es probable que si crecemos en valores, el mar seguirá siendo mar y la noche…, noche, aunque a veces tengamos que dormir en orillas que no nos corresponden, porque otros se han ido por las ramas.

El problema radica en que estamos viviendo momentos muy difíciles para hacer distinciones tan finas y al final…, mucha gente cree que todos somos iguales. Pero no es así. Todavía hay personas que son capaces de hacer reflexiones como las de Alberti y componer partituras para despejar esa confusión tan vigente hoy.

Es probable que haya palomas que ya no se equivocan, porque han aprendido de sus propios errores. Son las que vuelan alto y son capaces de estar por encima de lo que no conviene a los seres humanos, aunque todo lo humano nos pertenezca. A cada uno lo suyo, aunque creo que todos estamos convencidos de que las palomas son el símbolo de la paz para las personas de bien, que somos multitud a pesar de que algunos se encarguen de ignorarlo y de que, a veces, solemos remontar con dignidad el vuelo que nos consuela y pertenece. Aunque a veces se equivoquen y confundan -desgraciadamente para Andalucía- el sur con el norte, tan frío él, en la clave que un día aprendí de Benedetti, porque «… aquí abajo abajo / cerca de las raíces / es donde la memoria / ningún recuerdo omite / y hay quienes se desmueren / y hay quienes se desviven / y así entre todos logran / lo que era un imposible / que todo el mundo sepa / que el sur también existe.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja para ninguna empresa u organización religiosa, política, gubernamental o no gubernamental, que pueda beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de jubilado.

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