Sevilla, 30/I/2021
Ella [la escritura] sólo producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; confiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu.
Platón, Fedro, 274c-277a
Irene Vallejo, la autora de El infinito en un junco, dice en un capítulo dedicado a la piel de los libros que “Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro”. Yo agregaría que las manos son el marcapáginas de la vida, que contienen páginas escritas por el tiempo: “El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas”; también, en las manos: “Recién llegados al mundo, nos imprimen en la tripa una gran “O”, el ombligo. Después van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como punto y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas, las manchas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que marcan una vida (1).
Cuando observo mi mano, arrugada ya por el paso del tiempo, apoyada sobre las páginas de un libro a modo de marcapáginas transitorio, ordenando la lectura, traigo a mi memoria las primeras experiencias de ella en el arte de escribir. Mi maestra, Dª Antonia, me enseñó caligrafía con palillero azul y plumillas de diferentes calidades y formas. Aprendí a escribir en la pizarra con tiza y borrador, caligrafía inglesa por supuesto, llenando cuadernos de “Diario” con letras artísticas de redondilla y gótica -con tinta negra muy aguada que preparaba el Director de mi Colegio, D. Enrique, en botellas de litro que volcaba en tinteros de porcelana blanca alojados en mi banca- adornadas con grecas imposibles que hacía sobre aquél papel cuadriculado de los cuadernos Rubio. Aquellas maravillosas clases me enseñaron algo importante: escribir lo que copiaba o sentía, transmitiéndolo con el pulso de mi mano, a mantener una forma de expresarme con trazados bellos, que es lo que significaba la caligrafía, palabra que sólo comprendí años más tarde, cuando la cuidaba en las ocasiones especiales que me enseñó Dª Antonia.
Mi mano, cogida de la mano del tiempo, siempre prefirió los manuscritos desde aquellas preciosas aventuras con Doña Antonia. Es verdad que “El manuscrito tiene una característica evidente, comparado con la máquina de escribir o la pantalla: la individualidad. La letra de una persona es algo exclusivo, como sabe bien el amante que reconoce ya desde el sobre una carta de su amada…” (2). Es lo que probablemente intentó explicarnos García Márquez sobre el realismo mágico de sus palabras manuscritas, aunque él las escribiera con una máquina de escribir clásica que superaba con creces la letra creada por la bola de tungsteno de su bolígrafo BIC de turno. Pero éste probablemente estaba allí, muy pendiente de su mano creadora, aunque arrugada probablemente por el tiempo. Como de la carta comunicando la pensión al coronel Buendía, que tanto esperó, mucho menos importante que lo que nos sucede en el día a día, cuando vamos como él del timbo al tambo de nuestras vidas.
Buscando interpretaciones de la mano a lo largo del tiempo, aceptando las arrugas propias del paso de los años, he recordado que Vicente Aleixandre retrató también las manos de forma excelente, en un poema precioso, Mano entregada, donde la piel alada, quizá arrugada también, juega un papel especial en la vida:
Pero otro día toco tu mano. Mano tibia.
Tu delicada mano silente. A veces cierro
mis ojos y toco leve tu mano, leve toque
que comprueba su forma, que tienta
su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso
insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca
el amor. Oh carne dulce, que sí se empapa del amor hermoso.
Sabemos ya que nuestras manos tienen una historia de más de tres millones de años, tal y como lo describió la revista Science en 2015 (3). He elogiado siempre la mano humana, artífice de su evolución, porque es una de las maravillas de la naturaleza humana que junto al habla supone una evolución transcendental para las personas de hoy. Es una experiencia gratificante mirar con delicada atención nuestras manos, como nos enseña Aleixandre, reparando en lo que nos aportan día a día, tanto en la vida diaria que las necesitan para atender múltiples necesidades, como para expresar de forma maravillosa los sentimientos y emociones en momentos vitales siguiendo instrucciones de determinadas estructuras del cerebro. O cómo pasan las hojas de un libro, incluso el de la vida. O cómo permiten escribir palabras bellas.
Se ha descubierto que nuestros antepasados africanos decidieron un día bajarse de los árboles para su sustento y viajar hacia Europa para comer y cazar, utilizando utensilios diferentes, cada día más sofisticados en los que la mano jugaba un papel estelar a través de la trabécula, una parte de hueso esponjoso de los dedos cuya morfología varía a lo largo de la vida en función del uso que se hace de ella, según este descubrimiento científico: ”Estos resultados apoyan la evidencia arqueológica para el uso de herramientas de piedra en los australopitecos y proporcionan evidencia morfológica de que los homínidos del Plioceno ya utilizaban posturas de las manos de apariencia humana mucho antes y con más frecuencia que se consideraba anteriormente”. Coger con fuerza herramientas, utilizando la presión del pulgar, mirando de frente al resto de los dedos de una mano, era un factor determinante.
Sabemos ya, por tanto, que dos huesos, el hioides (el hueso que nos permite hablar) y la trabécula del pulgar, han sido determinantes a lo largo de la historia para hacernos más humanos, personas más libres a través de la palabra y del apretón de manos, del saludo y de la ternura de nuestros dedos. Maravilloso. Las personas tenemos manos porque en la evolución natural que describe la revista Science, se desarrollaron por los mensajes que a tal efecto les mandaba el cerebro. Es verdad, porque las manos más humanas vinieron después. Incluso cuando con el paso de los años las arrugas acaban envolviendo las páginas de un libro, incluso el de la propia vida, porque a veces cierro mis ojos y toco leve mi mano, leve toque que comprueba su forma, que tienta su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso insobornable, el triste hueso adonde supe un día ya lejano que no llegaba nunca el amor.
(1) Vallejo, Irene (2020). El infinito en un junco. Madrid: Siruela, p. 79s.
(2) Millán, José Antonio (2015, 22 de octubre). El misterio de las palabras. El País.com.
(3) Skinner, M.M., Stephens, N.B., Tsegai, Z.J., Foote, A.C., Nguyen, N.H., Gross, T., Pahr, D.H., Hublin, J.J. y Kivell, T.L. (2015). Human-like hand use in Australopithecus africanus. Science, 23, Vol. 347 no. 6220, pp. 395-399.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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