Caballero Bonald o la vejez cuando sólo es una sucesión de pérdidas

Sé que Caballero Bonald ya no está con nosotros porque a sus 94 años ha ido hoy a su cielo particular. Como pequeño homenaje a su vida y a su obra de escritor y poeta incansable, cantor de la vida de compromiso y agotado de vivir en los últimos tiempos, recuerdo hoy una frase que dijo hace dos años que me conmovió y me ayudó a escribir unas palabras sobre el sentido de la pérdida en nuestras vidas, de personas, de ilusiones, de sueños, de todo: «La vejez es una maldita sucesión de pérdidas” . Yo le he quitado la palabra «maldita» al título de estas palabras de recuerdo respetuoso a su vida y obra, porque cuando las leí por primera vez en la entrevista de Juan Cruz de 2018, pensé que la vejez puede ser también una sucesión de ganancias. Vuelvo a publicar aquellas palabras, agradecido a su ejemplo como luchador incansable en favor de los que menos tienen en este país y, sobre todo, en su tierra, Andalucía. Gracias, maestro.

Me acuerdo de esas veces en que no
sabes si estás muy feliz o muy triste
.

Joe Brainard (1942-1994), Me acuerdo

Sevilla, 9/V/2021

PODCAST 9: La vejez puede ser una agradable sucesión de ganancias

Fragmento del acta de desposorio de Lucas José Cobeñas Casasola, el 25 de setiembre de 1740, en Ubrique (Cádiz)

La vejez puede ser una agradable sucesión de ganancias

Lo he leído hoy en una entrevista de Juan Cruz a Caballero Bonald: “La vejez es una maldita sucesión de pérdidas”. Es una frase muy dura pero que refleja una forma de entender la cuenta atrás de la vida, donde el espejo retrovisor solo te deja ver lo que se queda atrás y no vuelve, aunque con los nuevos descubrimientos del cerebro sepamos que podemos recordar millones de situaciones vitales porque la memoria de hipocampo se ha encargado de ponerlas a buen recaudo.

Tengo que reconocer que me han impactado esas palabras de Caballero Bonald y me llama la atención que como una premonición más de mi larga vida, tengo a este autor jerezano muy presente en mi devenir actual de persona mayor, después de haber leído recientemente su primera novela, Dos días de setiembre, por una razón curiosa: indagar sobre un personaje de la misma, de nombre Julián Cobeña, en un momento en el que estoy trabajando sobre la genealogía de mi primer apellido. La tarjeta de presentación de este personaje no aventuraba nada bueno en la lectura de esta novela: “Julián Cobeña era una especie de lagarto que había hecho de todo, hasta de alcahuete y tapapocilgas de Don Gabriel Varela, vinatero y traficante, a cuyo servicio estaba desde hacía veinte años”. Cuando llegué a las últimas referencias de Julián Cobeña en la novela, comprobé que su existencia en la ficción me había creado bastante desasosiego, hasta tal punto que pensé en su momento dirigirme al autor para preguntarle quién estaba detrás de Julián, sabiendo como sé hoy que las raíces de este apellido se remontan a lo largo de casi cuatro siglos a su lugar de nacimiento, Jerez de la Frontera, y sobre todo, a Ubrique, lugar donde sorprendentemente llegó un día un tal Lucas José Cobeñas Casasola, natural de Cabra, descendiente de una familia de tejeros que se instalaron en la subbética cordobesa en el siglo XVI para solucionar un grave problema que había en las casas de esa población, como en otros muchos lugares: sustituir las cubiertas de paja de las casas por tejas,  estableciéndose definitivamente en Ubrique para crear un linaje que llega hasta nuestros días en mi familia. He podido obtener gracias a mi tiempo libre el acta de desposorio [sic] de Lucas José Cobeñas Casasola, natural de Cabra (Córdoba) con Leonor Ramos Birués, natural de Ubrique (Cádiz), celebrado el 25 de setiembre de 1740 en Ubrique, siendo la primera vez que he podido constatar la procedencia cordobesa de nuestro linaje.

En este contexto premonitorio, no quiero olvidar lo que he leído esta mañana en la citada entrevista porque me gustaría dar la vuelta a esa frase apocalíptica. Tiene razón en el envés de la vida, que siempre tiene dos caras, porque en el haz encuentro personalmente su contrario: la vejez es también una agradable sucesión de ganancias. Puedo enumerar muchas, casi todas relacionadas con la vida interior, dado que nos sirve para comprobar que es bueno caminar ligero de equipaje y porque es la gran oportunidad para revisar la colección de recuerdos en la clave que aprendí un día de los “me acuerdo” de Joe Brainard (1) e instalarme en ellos por una razón fundamental: tengo tiempo para hacerlo, una realidad que he ganado de forma considerable. También, porque enlazo el tiempo con una realidad inexorable: vale mucho saber que cada momento tiene su tiempo y cada tiempo su momento, el inexorable carpe diem que me acompaña siempre a todos los sitios, aunque a veces vaya del timbo al tambo de García Márquez.

Me acuerdo de que llegué a Brainard por la lectura de un artículo de Guillermo Altares, Cuando un recuerdo es algo que tenemos (2) y mi permanente actitud de investigación sobre las estructuras cerebrales que nos permiten recordar siempre a través de la memoria. Una aventura apasionante. Decía Altares que “Esa mezcla, lo que tenemos, lo que hemos perdido, es lo que nos convierte en nosotros y el pintor Joe Brainard (1942-1994) encontró una fórmula maravillosa para navegar por la memoria, los Me acuerdo…”. Efectivamente, la memoria es lo que más nos pertenece, lo verdaderamente personal e intransferible en el cerebro de cada persona, lo irrepetible en el otro. Es lo que nos permite convertirnos permanentemente en nosotros mismos. Solo basta un pequeño ejercicio de parada “técnica” vital, detenernos unos minutos en el acontecer diario y comenzar a pensar bajo la estructura recomendada por Brainard: me acuerdo de…, y así hasta que el bienestar o malestar nos permita disfrutar del recuerdo o comenzar un sufrimiento posiblemente innecesario. Porque de todo hay en la memoria – ¿viña? – de cada una, de cada uno.

En mi caso, gracias al tiempo libre del que dispongo, que ya está ocupado con ganancias casi siempre, he descubierto que mis antepasados han pasado por todo tipo de oficios y experiencias a lo largo de cuatro siglos. Listeros, jornaleros, sombrereros, industriales, masones, tenderos, dueños de especerías, mercerías, arrendatarios de molinos harineros y tejeros. Han ido tejiendo una forma de ser y estar en el mundo de la familia, que me ha llenado de historia interior. Gracias a que en mi vejez he descubierto que mediante el estudio y la investigación he ido coleccionando una agradable sucesión de ganancias que me permiten ser más libre. Con música de fondo a través de mis acordes en clave, piano y violín, que de todo hay en la viña del Señor.

A sus noventa y dos años, Caballero Bonald manifiesta que desde hace más de dos años ya no ha vuelto a escribir nada. Y vuelvo a leer su frase apocalíptica para ver si la puedo comprender mejor en su texto y contexto, como sucede con los aforismos, que tanto aprecio: “No, ya no voy a escribir más. Estoy alejado de todo. Me indigna lo que ocurre por ahí afuera. Hay mucho gregario, mucho sumiso, mucho patriota, mucho tentetieso… Vivo muy aislado en este rincón atlántico frente a Doñana y no veo a nadie. Además, la literatura sólo me interesa cuando escribo y, como desde hace más de dos años no escribo nada, pues la literatura me queda muy a trasmano. Verás, mi salud no es buena y tengo la vista muy dañada, apenas puedo leer. Yo he sido un lector asiduo, de varias horas diarias, pero eso también se acabó. Me paso el día a la sombra de un árbol viendo pasar el tiempo, oyendo música de cámara, jazz, flamenco. Eso es todo lo que hago. La vejez es una maldita sucesión de pérdidas”.

Desde mi agradable sucesión de ganancias, lo entiendo…, porque como decía él mismo en Ágata, ojo de gato, “Cansado como está, no se detiene entonces en el retrospectivo inventario de la destrucción”.

Sevilla, 28/VII/2018

(1) Brainard, Joe (2009). Me acuerdo. Madrid: Sexto piso.

(2) Altares, Guillermo (2009, 28 de marzo). Cuando un recuerdo es algo que tenemos, El País(Babelia), p. 8.

El tiempo, después de la alarma, puede tener un color especial

Fotocomposición del autor sobre una imagen original del libro El color del tiempo

Sevilla, 9/V/2021

Cuando finaliza el estado de alarma actual por la pandemia del coronavirus, este país puede tener un color especial a partir de hoy mismo, abandonando poco a poco el blanco y negro asociado al dolor, junto a su escala de grises. Es una ocasión para vivirla de forma especial junto a la lectura de una publicación reciente, El color del tiempo, que nos ayudará a comprender cómo hemos vivido a lo largo de la historia en una dialéctica permanente entre el blanco y negro vinculados a sucesos que no se deberían repetir nunca y cómo el color devolvió con su llegada al mundo de las imágenes la alegría de retratar el mundo y a las personas tal y como somos. Quizás también, ahora, tal y como eran o como podremos ser si frecuentamos el futuro de una manera digna y responsable.

La sinopsis oficial de El color del tiempo no deja lugar a dudas: “Hay un tiempo que nuestro cerebro entiende en blanco y negro, ese tiempo que media entre el nacimiento de la fotografía y la popularización de la imagen en color, ese siglo largo que va de 1850 a 1960. Y, sin embargo, fue un tiempo a color, tan vivo como el rojo de la camisa de Garibaldi, tan refulgente como el dorado de la trompeta de Louis Armstrong, tan límpido como el azul del cielo donde los hermanos Wright volaron por primera vez, tan pardo como las camisas de los miembros del Partido Nazi o tan verde como los campos de Francia en 1914… Insuflar colores a ese tiempo es lo que han conseguido el tándem que forman Marina Amaral, una talentosa artista brasileña, y Dan Jones, un historiador británico, para narrar una historia del mundo contemporáneo que conjuga el impacto de unas imágenes que cambian nuestra forma de ver ese pasado con unos textos ágiles e incisivos. Desde la Guerra de Crimea o la Revolución Industrial a la crisis de los misiles o el inicio de la exploración espacial, El color del tiempo explica un siglo decisivo de la historia universal, con el auge y caída de imperios, el vertiginoso desarrollo de la ciencia, la tecnología y las artes, la tragedia de la guerra y las sutilezas de la política, y las vidas de aquellos hombres y mujeres, famosos o anónimos. Marina Amaral ha creado doscientas imágenes a partir de fotografías contemporáneas, restaurándolas digitalmente para ofrecerlas cómo nunca se han visto, casi resucitadas, que se entreveran con la narrativa de Dan Jones, que las ancla y explica en su contexto. Así, conjugados imagen y verbo, El color del tiempo regala una perspectiva única de un pasado tan cercano que explica el mundo de hoy, quebrando la barrera mental que el ajado sepia imponía a unos sucesos de los que apenas nos separan un par de generaciones”.

Es una publicación para contemplarla, fotografía a fotografía, incluso comparándolas poco a poco, para valorar la importancia del color en nuestra historia, en nuestras vidas. Los que nacimos en blanco y negro y poco a poco pasamos al color por tecnicolor, conocemos bien el discreto encanto de los negativos de la vida en el sentido más profundo del término. Cuando era niño me asombraba lo que ocurría con los carretes de una vieja máquina Agfa que rodaba por casa. El asombro fue mucho mayor cuando pasamos al color, porque era sorprendente obtener unas copias que reproducían fielmente lo que verdaderamente pasó en el momento de fotografiar a personas, paisajes o cosas. Era el realismo mágico de la vida que siempre tenía su valor porque veíamos finalmente el positivo en escala de grises como mucho, en un esfuerzo por superar el blanco y negro puros, después de una espera inquietante por el revelado que permitía finalmente ordenar y guardar las fotografías seleccionadas, cosa que difícilmente ocurre ahora con la revolución digital.

También me acuerdo, siguiendo la concatenación de los “me acuerdo” de Joe Brainard (1), del patio de mi colegio en Madrid, de aquella escalera mágica de madera que nos permitía contemplar a través del muro medianero que separaba el colegio de la distribuidora de películas contigua, los miles de fotogramas en blanco y negro tirados en el suelo, de forma desordenada, que podíamos recuperar con mil artimañas de niñez para intentar montar una película imposible, uniendo fotograma con fotograma al trasluz, como suele pasar en la vida real. De alguna forma, queríamos escudriñar los rollos de película de la productora, a la búsqueda de recortes que nosotros montábamos de forma imaginaria en las aceras vecinas con títulos de crédito muy particulares, a modo de estrellas del celuloide madrileño.

Yo me convertía en Totó durante ese tiempo, el protagonista maravilloso de Cinema Paradiso, contemplando los cortes obtenidos de la censura y señalados en el visionado con trozos de papel que insertaba en el rollo y que le dejaba ver el proyeccionista una vez cortados, su gran amigo Alfredo. Hoy, he contemplado bastantes imágenes del libro enunciado, El color del tiempo, y he puesto “señales” como Totó, visualizando e identificando muchos detalles a través del color incorporado a los negativos de blanco y negro. Las fotografías de personajes como Einstein o Hitler, casi al natural, no me han dejado indiferente. Sobre todo, la imagen de una enfermera durante la gripe mal llamada “española” de 1918, como decía Carlos del Amor en su comentario a la misma el pasado viernes en el informativo de la noche, “parece que está sacada hoy”. Al fin y al cabo, es un pequeño homenaje al personal sanitario, en general, que nos ha atendido y lo siguen haciendo en la pandemia actual, junto con otros muchos servidores públicos. Para que no se olvide al iniciarse hoy un nuevo presente y futuro al finalizar el estado de alarma y tener la oportunidad todos, sin excepción, de poner a partir de ahora un nuevo color a la vida de cada uno, de todos, sin dejar a nadie atrás.

Después de visualizar una parte de la historia del mundo con el color incorporado que les da nueva vida, gracias a este libro precioso, vuelvo a mi caja de sueños, que contiene centenares de negativos para repasar una vida llena de blanco y negro en mi infancia y de un inmenso color después, fundamentalmente porque nunca quise ser ciego al color, como pasaba a los habitantes de las dos islas de la Micronesia, Pingelap y Pohnpei, que nos dio a conocer Oliver Sacks en un libro precioso, La isla de los ciegos al color (2). La vida es algo más que el blanco y negro, que los grises, porque el cerebro está preparado para interpretar todos los matices cromáticos de la vida sin dejar ninguno atrás, la vida de cada una, de cada uno, que es lo más parecido a veces a una fotografía o película en blanco y negro, con la acromatopsia ética que corresponda (3), recuperando esos momentos que tanto nos reconfortan y que nos devuelven felicidad. Hasta que un día revelamos los negativos de nuestra vida, guardados con esmero en una caja de sueños, devolviéndoles la vida real que contienen en su discreto encanto del color o del blanco y negro, según la luz del momento, sabiendo que a veces, en nuestra persona de secreto, tienen el tiempo dentro y con un color especial.

(1) Brainard, Joe (2009). Me acuerdo. Madrid: Sexto piso.

(3) Sacks, Oliver (1999). La isla de los ciegos al color. Barcelona: Anagrama, p. 22.

(2) Acromatopsia: ceguera del color, enfermedad que no permite agregar a la óptica de la vida el color. Todo se ve siempre de color gris. Para comprender bien los efectos de esta enfermedad, recomiendo la lectura de un libro de Oliver Sacks ya citado, excelente, que tengo entre mis preferidos: La isla de los ciegos al color. Ante una realidad tan sugerente, recuperaré la lectura que en su momento me sobrecogió tanto y la seguiré proyectando en este cuaderno que registra ya tantas islas desconocidas: “experimentos de la naturaleza, lugares benditos y malditos por su singularidad geográfica, que albergan formas de vida únicas”, en frase del propio Sacks.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

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