
Sevilla, 29/IX/2021
La idea no es mía sino de la fotógrafa estadounidense Judith Joy Ross, que en una entrevista en el diario El País bajo el título La retratista del lado más humano de la gente corriente, ha manifestado recientemente lo siguiente: “Soy como un radar, una coleccionista de gente”. Esta afirmación tiene su aquél, que se diría en roman paladino, porque en su sentido más profundo y ético es verdad que podemos repasar los álbumes de fotos de nuestra vida, a modo de fototeca de personas que suelen ser miles cuando cruzamos el ecuador de la vida. En el sentido en que lo manifiesta Joy Ross se entiende que gracias a su intuición de captar las instantáneas de gente corriente podemos escoger grandes maravillas de expresiones y gestos humanos de personas anónimas pero que transmiten vida. En sentido contrario, en la interpretación menos amable de esta artista, a veces nos convertimos en coleccionistas de gente que pasan por nuestra vida sin pena ni gloria, como si fueran cromos o seguidores en redes sociales, que se pueden cambiar u olvidar en cualquier momento. No es el caso paradigmático de Judith Joy Ross.
Gran parte de su obra a lo largo de sus setenta y cinco años de vida, se pueden contemplar en las 200 imágenes que expone la Fundación Mapfre en estos días, en Madrid. En palabras del comisario de la exposición, Joshua Chang, “En 1966 Judith Joy Ross comenzó a fotografiar personas en su ciudad, como un modo de entender el mundo emocional de aquellos que la rodeaban. En la década de 1980 tras distintos viajes a Europa Ross adquiere una cámara de 8 x 10 pulgadas con el fin de retratar a “gente corriente” en lugares públicos. Influida por Lewis Hine, August Sander y Diane Arbus, la artista se ha convertido en una de las artistas más influyentes en el género del retrato demostrando que es capaz de capturar el presente, el pasado y el futuro de los individuos que se topan con su cámara. Ross trabaja en base a un cierto impulso personal hacia la gente que conoce, sensación que luego queda reflejada en sus obras, pues en su mayor parte emanan una transparencia que tiene que ver con la relación que previamente se ha establecido entre artista y modelo. Sus retratos suelen enmarcarse en el contexto de un tema previamente escogido: Eurana Park, los visitantes del Monumento a la Guerra de Vietnam, los miembros del congreso durante el escándalo Irán-Contra (Irangate), los niños de las escuelas de Hazleton y lugares concretos como Easton, en Pensilvania, donde nació, se crio y donde aún hoy vive”. Asimismo, en el folleto informativo se dice que “Su obra, centrada definitivamente en el retrato a partir de 1979, marca un punto de inflexión en el género. «Con una cámara, puedo llegar a ver y entenderlo todo», ha afirmado la artista. Tardó algunos años en entender que la fotografía la ayudaba a hacer más comprensible el mundo en el que vivía, pero, a partir de ese momento, no dejó de utilizar este medio para responder a preguntas de carácter existencial: cómo luchar contra la tristeza, cómo se forma y se desarrolla la identidad de una persona, cuáles son los motivos que hacen que la vida merezca ser vivida, por qué existe la injusticia o la barbarie de la guerra, entre otras cuestiones”.
He escogido para la cabecera de este artículo una obra suya, curiosamente sin título, porque me ha emocionado el contexto en el que realizó este encuadre fotográfico, narrado por la artista: “[… La fotografía me permite adentrarme en la vida de los demás sin que ellos lo sepan”, dice. Esto ocurre con sus “primeras fotos muy buenas”, las que hizo a niños en un parque de Weatherly (Pensilvania), en 1982. “Mi padre había muerto un año antes y estaba triste, así que me fui a ese sitio y vi que la gente que estaba sentada también tenía un gesto triste, excepto los niños, y como necesitaba alegrarme, los fotografié”. Lo hizo con una luz tenue que refleja la inocencia de sus caras”. Recuerdo ahora el diálogo de la película “Los puentes de Madison”, entre los protagonistas, Francesca, una mujer humilde, anónima, “corriente” y Robert, un fotógrafo profesional que “hace fotos, no las saca”, estableciendo una diferencia que deseo rescatar en estas palabras, a tenor de una pregunta de Francesca: “¿Tú “haces” fotos, no las “sacas”? Así es. Al menos así es como me gusta pensarlo. Esa es la diferencia entre los que sacan instantáneas los domingos y los fotógrafos profesionales. Cuando haya terminado con el puente que vimos hoy, no tendrá el aspecto que tú piensas. Lo habré convertido en algo mío, por la elección de la lente, o el ángulo de la cámara, o la composición general, o probablemente por la combinación de todo eso. Yo no me limito a tomar las cosas como se presentan; trato de convertirlas en algo que refleje mi conciencia personal, mi espíritu. Trato de encontrar la poesía en la imagen. La revista [National Geographic] tiene su propio estilo y sus exigencias, y yo no siempre estoy de acuerdo con el gusto del editor; en realidad, casi nunca lo estoy. Y eso les molesta, aunque ellos deciden lo que guardan y lo que suprimen. Supongo que conocen a sus lectores, pero a mí me gustaría que, de vez en cuando, se arriesgaran un poco. Se lo digo y les molesta. Ese es el problema de ganarse la vida con el arte. Siempre se trabaja con mercados, y los mercados, los mercados masivos, están diseñados para satisfacer un gusto intermedio. Ahí están los números. Supongo que es la realidad. Pero, como te dije, eso puede limitar mucho”. Impecable diálogo.
Siempre he destacado en este cuaderno digital la obra artística de determinados fotógrafos y fotógrafas profesionales, como lo expresé con ocasión de escribir sobre la obra fotográfica de Antoni Campañá (1906-1989), al aparecer unas cajas rotuladas como “copias”, descubiertas por su familia en 2018 al llevar a cabo unas obras en una casa de Sant Cugat del Vallès (Barcelona), a punto de ser derribada, que contenían más de 5.000 fotografías que tomó durante los tres años de la Guerra Civil, porque consideré que era un protagonista de una historia que no deberíamos hoy olvidar ni silenciar. Sus fotografías convierten una vida de testigo excepcional de la guerra civil en un legado para la historia de este país que debemos reconocer y agradecer, para que la memoria se mantenga viva a través de imágenes con un contenido real y conmovedor en muchas ocasiones, que nos ofrecen un testimonio de algo que ocurrió y un profesional de la fotografía inmortalizó para un tiempo posterior de silencio. El Museo Nacional de Arte de Cataluña ofreció desde el pasado 18 de marzo, una exposición de la obra fotográfica de Antoni Campañá, bajo el título La guerra infinita. Antoni Campañá. Las tensiones de una mirada (1906-1989), que expresaba el símbolo de esta obra magna en la fotografía icónica de una miliciana en la mente de muchos demócratas y que durante muchos años se desconocía quién había sido su autor. Su obra se puede asimilar también a la del fotógrafo Robert Capa, a quien dediqué unas palabras en este cuaderno digital en 2018, con una frase sobre él de John Steinbeck que me conmovió al leerla: “Sus fotografías no son accidentes y la emoción que reside en ellas no es azarosa. Capa podía fotografiar el movimiento, la felicidad, el desengaño. Podía fotografiar el pensamiento”. Es verdad en la realidad de estos fotógrafos de la vida, que acabaron amando el color después de haber inundado sus ojos de blanco y negro, tal y como lo expresé en aquél momento: “se puede descubrir el mundo apasionado del color en un fotógrafo que conocíamos en este país como el maestro del blanco y negro en movimiento, por la célebre foto del soldado republicano, imagen tomada por pura casualidad porque estaba en una trinchera con la cámara alzada sin ver exactamente qué estaba fotografiando en ese momento. Le escuché a él, de viva voz, el 13 de abril de 2018, en una exposición aquí en Sevilla, contando cómo tuvo lugar esa secuencia mágica y trágica al mismo tiempo, que ha pasado a la posteridad como una imagen representativa del sinsentido de las guerras”. Robert Capa conocía bien esta trastienda humana porque había estado en casi todas las guerras, pero siempre nos transmitió las secuencias de personas que siempre están detrás de cada acontecimiento vital en momentos penosos como los que nos entregó.
La obra de Judith Joy Ross trae a mi memoria de hipocampo la de Kati Horna (Szilasbalhási, Hungría, 1912 / México, 2000), fotógrafa anarquista, por su respeto a la gente corriente pero llenando sus imágenes de ideología no inocente, convirtiéndose en una obrera del arte como fotógrafa de una parte compleja de España durante la guerra civil, retratando magistralmente esa realidad y porque gracias a sus trabajos hoy podemos seguir valorando mediante imágenes el sinsentido de una guerra que solo aportó dolor y sufrimiento. Ella cumplió una misión, sus fotos son hoy un instrumento útil y ella misma nos aportó el hilo conductor de su vida, lejos de la realidad del mercado, siendo solo una obrera del arte, porque no le preocupó nunca hacer un agosto especial con su obra gráfica, es decir, no confundió tampoco valor y precio, en un proverbio especial que cantó Antonio Machado por esos campos de Dios como contemporáneo suyo en una de las dos Españas que ella conoció muy bien, a quien estoy seguro que le hubiera gustado hacerle un retrato para la posteridad democrática en un blanco y negro muy especial, tan serio él, utilizando solo gelatino-bromuro de plata seca.
Estoy convencido de que la imagen de cabecera de estas palabras nos quiso transmitir algo muy claro: en medio de tanta tristeza, como hemos vivido durante el año y medio pasado, los niños nos transmiten alegría a raudales. Es el momento de fotografiarlos y coleccionar esas imágenes para que no olvidemos el sentido de la vida y la gran misión de la inteligencia: resolver problemas, día a día, minuto a minuto, segundo a segundo, para poder ser felices. Es la razón auténtica para subirlos siempre a un pedestal, como auténticos protagonistas de la vida.
Una cosa más. A la pregunta ¿coleccionamos gente?, podemos responder ahora, en estos tiempos modernos: que no, que sólo deseamos guardar en la memoria y en el corazón, en la fototeca del alma humana, las personas que nos han acompañado y que siguen muy cerca de nosotros en nuestras vidas, porque la auténtica compañía y el éxito en la vida no radica en coleccionar «seguidores» en redes sociales, para sentirnos más felices y seguros de nosotros mismos, por mucho que el mercado insista en ello.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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