
He cerrado mi balcón
Porque no quiero oír el llanto
Pero por detrás de los grises muros
No se oye otra cosa que el llanto.
Federico García Lorca, en Casida del llanto
Sevilla, 11/II/2022
Anoche escuché en el Telediario 2 de RTVE, una entrevista breve del periodista Carlos del Amor al actor Carlos Olalla, rotulada con un título llamativo, La penuria de ser actor, en un espacio amplio dedicado a la industria del cine y con motivo de la próxima entrega de los Premios Goya 2022, que no me dejó tranquilo, al tomar conciencia de nuevo de qué supone la cultura en general y el cine en particular para nuestro país. Contó Carlos Olalla que en cierta ocasión y ante la terca realidad de no tener literalmente para comer él y su madre, también actriz con 84 años, decidieron salir a la calle y recitar poemas para obtener algún dinero para sobrevivir. Así de duro y claro al mismo tiempo donde, por esa vez, lo que estaba pasando, a diferencia de las películas, no era pura coincidencia con la realidad actual del país y del mundo del cine, acuciado también en determinados momentos por la pobreza real y severa de muchos actores y profesionales de una industria que supone mucho para la economía de la cultura, que también existe. Tal y como se decía en la entrevista, “la mitad no llega a los tres mil euros al año”. Decía Olalla que “todo lo que nos rodea es mentira y la alfombra roja es la más grande. Eso no es más que un escaparate al que vamos porque nos invitan, vamos con ropa prestada porque la mayoría no la podemos ni pagar y, sobre todo, vamos allí para que se acuerden de que seguimos viviendo”. Es verdad que el teléfono de su casa, para ofrecerle trabajo, ha sonado alguna vez en el último año, el teléfono “al final del pasillo”, como le gustaba decir a Pilar Bardem en su ardiente impaciencia como actriz y con un compromiso social muy activo.
En 2016 se pudo conocer esta terca realidad, que aún perdura obviamente por la pandemia que estamos atravesando, en el caso de Carlos Olalla, como un ejemplo que vale más que mil palabras. En una entrevista en El Correo, en noviembre de 2016, se decía lo siguiente: “El llanto es un perro inmenso”, dice el poema de Lorca que Carlos Olalla, un actor de 59 años curtido «en cien series», recita ahora en los vagones del metro de Madrid acompañado de su madre, de 84, «no solo para poder comer» sino para denunciar la precariedad en su profesión y «mantener la dignidad». Su madre, la poeta y actriz Cristina Maristany, recibe una pensión de 600 euros de la asociación de Artistas Intérpretes, Sociedad de Gestión (AISGE) y él una ayuda asistencial de 400, que le dan tres meses dos veces al año, «y eso es todo», relata el actor”.
En la citada entrevista se dice algo que sobrecoge al conocer el dato a pesar del tiempo transcurrido que no es mejor en la actualidad: “Según un reciente informe de la sociedad de gestión AISGE, solo el 8% de los actores españoles puede vivir de su profesión. Carlos Olalla reconoce que más de un mes no ha podido pagar el alquiler y le han cortado el teléfono. A veces ha tenido que recurrir al subsidio de 400 euros de AISGE o tirar de los restos de un premio de periodismo que este autor de media docena de novelas y ensayos ganó hace un tiempo. «Siempre encuentras a alguien que te ayuda. Cuando sale algo, devuelves el dinerillo que te han dejado. Por lo menos estoy haciendo lo que me gusta», se consuela. Para Olalla, el propio colectivo de intérpretes favorece «la falacia» de que viven en un mundo ideal de fiesta y glamour. Ahora en los castings, desvela, se pregunta el número de ‘followers’ [seguidores]. «Nosotros mismos nos etiquetamos, siempre de alfombra roja en alfombra roja. Ponemos comentarios en las redes sociales para hacer ver que nos va bien, porque si no, no nos llaman». La cruda realidad es que si actúas en una sala de teatro alternativa no se cobran los ensayos. «Si haces cuentas no llega a una retribución neta de cincuenta céntimos a la hora», calcula el actor, que desde hace quince meses no se sube a un escenario en protesta por el IVA cultural del 21%. «No quiero prostituir mi profesión»”.
Vuelvo a leer la Casida del llanto (1), de García Lorca, en homenaje a los poetas árabes de Granada, que tantas veces habrá leído Carlos Olalla junto a su madre en el Metro de Madrid, en un esfuerzo por comprender algo esencial en la vida si dejamos abiertos los balcones de la dignidad humana: hay que escuchar siempre el llanto de los más débiles. Incluso en el glamour del cine, porque también existe.
He cerrado mi balcón
Porque no quiero oír el llanto
Pero por detrás de los grises muros
No se oye otra cosa que el llanto.
Hay muy pocos ángeles que canten,
Hay muy pocos perros que ladren,
Mis violines caben en la palma de mi mano.
Pero el llanto es un perro inmenso,
El llanto es un ángel inmenso,
El llanto es un violín inmenso,
Las lágrimas amordazan al viento,
No se oye otra cosa que el llanto.
Amo el cine y escuchar las palabras de Carlos Olalla, recitando este poema en los vagones del Metro de Madrid para poder comer, junto a su anciana madre, me conmueve. Confieso que en mi vida he tenido siempre una debilidad cinematográfica, entre otras muchas, que me ha marcado para siempre y que me lleva a tener una deuda no saldada con su magia tantas veces oculta. Me refiero a lo que llamo personalmente “el síndrome de Errol Flynn”, un gran actor de mi infancia madrileña, que me ha acompañado a lo largo de mi azarosa vida. He avanzado muchas veces por desfiladeros existenciales que están situados en zona comanche permanente, pero sin la valentía e intrepidez aprendidas en mi niñez rediviva del General Custer o Errol Flynn (tanto monta, monta tanto), en los que de manera arrogante y sin despeinarse, con la botonadura reluciente y sin una mota de polvo en su traje y botas de montar, avanzaba con su Séptimo de Caballería para deshacerse de Caballo Loco o Víctor Mature (otra vez, tanto monta, monta tanto), sabiendo, eso sí, que al final del desfiladero podía estar siempre Olivia de Havilland (Beth) para fundirse en un abrazo eterno y casto, como si no pasara nada, que arrancaba aplausos eternos en el patio de butacas del Cinema Paradiso de mi infancia, el Cine Ideal en Sevilla. Lo de menos era ya el final desastroso de la película, de cuyo nombre no quiero acordarme, en un país que estaba necesitado de escenas edulcoradas y de cartón piedra, porque lo importante era y será que nunca hay que rendirse ante la adversidad de la indignidad humana.
Sinceramente les confieso que, a diferencia del clásico aviso en los títulos de crédito de antes, cualquier parecido de lo aquí contado con la realidad de lo que he visto y vivido en la película de mi vida, no ha sido una pura coincidencia. Como tampoco lo ha sido lo vivido por Carlos Olalla y su madre, actores ambos, en la hermosa película de su vida.
(1) García Lorca, Federico, CASIDA DEL LLANTO (II), en Diván del Tamarit, 1975 (Obras completas. Tomo I, 19ª edición). Madrid: Aguilar, p. 590.
NOTA: la imagen se ha recuperado hoy de Telediario – 21 horas – 10/02/22 (rtve.es)
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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