Cuando a primera hora de la mañana, de este soleado domingo de febrero, repasaba una publicación que entregaban hoy junto al periódico sobre La Transición, rescaté un artículo que escribí hace casi veintinueve años, al que solo he introducido cambios motivados por el lenguaje sexista de la época (en cursiva), como homenaje también a todas las mujeres y hombres que siguen comprometidos con la lucha continua debida a la ausencia de valores en la que vivimos instalados y que hoy he podido ver de forma palpable en un reportaje en video, donde por motivos estrictamente petrolíferos, unos soldados golpean sin piedad a unos adolescentes iraquíes que han crecido en el horror de la violencia, cualquier violencia, y en la sinrazón humana. Vaya como homenaje a ese grito desgarrador de un joven tirado en el suelo, que se escuchaba en el audio de la cinta: ¡No me pegues más!.
Han pasado veintiocho años, cinco meses y tres días, pero podría publicarse hoy sin perder frescura de denuncia. Gracias por compartirlo a través de esta malla humana que teje, día a día, Internet.
La crisis crónica que ahoga existencialmente a las personas, grita justificación y no sólo ajustamiento en el entramado socio-político de un país. Llevamos unos años en los que inconscientemente sentimos la vida como desasosiego, evasión, suerte o lotería, dado que en la mente de todos se fragua una imagen de persona, mundo y Dios, que es difícil construir. Quizá es debido a que estábamos acostumbrados a obtener respuestas a cuantas preguntas hacíamos, incluso en los niveles más insospechados.
Ahora bien, las preguntas no tienen por qué tener siempre respuestas. De hecho, muchas de nuestras últimas preguntas no las tienen. Las personas se desconciertan por esto y pierden la «fe» en Dios, en el Hombre, en la Sociedad y en la Naturaleza, según el contenido de Ferrater Mora. ¿La pierden o la encuentran? Si el ser humano en encrucijada «pierde la fe», está en situación óptima para encontrar su sí mismo y desde aquí replantearse de nuevo su cosmovisión, su indigencia y su posible trascendencia. Con esto quiero reafirmar la necesidad que tienen las personas de hoy de reforzar el terreno de la pregunta, de «matar» el miedo. Durante cuarenta siglos, el ser humano, hombres y mujeres, han preguntado a Dios, al otro, a sí mismo, sobre las cuestiones radicales de la existencia. Casi siempre obtenían respuestas: en cosas, en palabras, en dioses, en Dios. Hoy, por el contrario, se experimenta un vacío silencioso impresionante, quizá porque el encuentro con el tú, necesita la solidez de una concatenación de preguntas que comprometan la existencia en el amor. No es rescatar el mito prometeico, no. Se trata precisamente de dejar cada cosa en su sitio, en cierto sentido; confiar en cada ser humano como «ser perfecto» y con capacidad suficiente para poner nombre a las personas, a los animales y a las cosas. Así puede empezar a concretar su fe, puede llegar a ser persona, creer en algo, en alguien, en alguna verdad -por muy radicalizada que esté-, pensar en un futuro.
En este tiempo que corre, donde casi todo es provisional y cuestionable, duda e interrogante, ¡qué difícil es mantenerse en el juego de la vida, sin convertirse en pieza o sin saltarse las reglas del mismo! Aunque parezca paradójico dentro de un clima de perfecta calma y libertad (del que muchas veces la sociedad hace gala), la mujer y el hombre acusan cansancio de vida por la manipulación constante de que son objeto, dentro de la planificación más sofisticada e inhumana que podamos imaginar. Todo es debido a que toman conciencia de que están programados las veinticuatro horas del día y de que cada vez tienen menos espacio vital para existir, en esa persona sorpresa que todos llevamos dentro.
B. F. Skinner, psicólogo americano de fama mundial por su atención al conductismo, habla a menudo de la preocupación del ser humano por la explotación demográfica, de los problemas acerca de los recursos naturales, alimentación, carburantes, problemas de sanidad, etc.: «y en todos estos sectores podemos comprobar adelantos muy notables (…). Pero, de hecho, las cosas empeoran constantemente y es descorazonador comprobar que buena parte de la culpa es imputable a la tecnología misma. La higiene y los adelantos médicos agudizan el problema demográfico; la guerra ha añadido un nuevo error a los suyos propios tras el descubrimiento de las armas nucleares; y la búsqueda masiva de felicidad y bienestar es la principal responsable de la contaminación ambiental». Ahonda en la crítica de cómo el hombre y la mujer se han enfrentado con sus grandes problemas a lo largo de la historia, y concluye diciendo: «así nos ha lucido el pelo». A esta situación hemos llegado por culpa del ser humano autónomo: nos tenemos que convencer de una vez para siempre de que hay que perder la vanidad occidental, ya que lo «que necesitamos es una tecnología de la conducta», aunque sea a costa de sacrificar al propio ser humano.
Hay que salvar el ambiente mundial, crear nuevas dimensiones de trabajo, diversión, ocio, planificación familiar, etc., donde unos ingenieros de la conducta planifiquen y manejen a la humanidad en el «puzzle» más inhumano jamás soñado. Skinner profetiza al conjunto de personas torpes e inconscientes que poblamos el planeta Tierra, que mucho es lo que nos falta para llegar a ser capaces de evitar la catástrofe hacia la que el mundo parece moverse irremisiblemente. Surge entonces una pregunta: este ambiente desolador que preconiza Skinner, ¿es fruto del ambiente enrarecido del mundo actual o de la ausencia de los denominados «valores fundamentales», es decir, libertad, dignidad, amor, justicia, etc.? Y aquí de nuevo, el «filósofo de la conducta» habla en términos muy duros acerca de la culpabilidad intrínseca que existe en cada mujer y en cada hombre. Por la vanidad del ser humano libre y responsable, «el mundo está como está». Sin comentarios.
Indiscutiblemente, no se le puede negar a Skinner una parte de verdad en sus manifestaciones, pero nunca podremos reconocer su doctrina como la piedra filosofal para resolver los múltiples problemas que se plantean el mundo y cada persona en particular.
El ser humano actual se resiste a ser mera pieza sometida al libre arbitrio del otro ser humano. El orgullo despliega todos sus resortes de dignidad y libertad, que entre otras cosas, constituyen su patrimonio inalienable. La toma de conciencia de que algún día no muy lejano el mundo pueda llegar a ser un «puzzle» de cuatro mil millones de seres humanos, hace que muchos se «pierdan» voluntariamente como piezas, para convertirse en personas.
El proceso de llegar a ser persona -siendo también muchas veces un rompecabezas- nos hará disfrutar de una vida plena. En definitiva, el hecho de que la mujer y el hombre sean unas auténticas personas, donde la libertad y la dignidad sean respetadas en su justa medida (justificación como justicia), es el único camino viable para que lleguen a ser lo que verdaderamente son: personas.
El Correo de Andalucía, 9/IX/1977
Género y vida
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