Manuel Rivas ha publicado recientemente una novela, El último día de Terranova, en la que vuelve a hacer un canto especial a las librerías, en un país que es de bares. Voy a leerlo con el respeto que me merece este gran escritor, al que sigo desde hace mucho tiempo porque aprendo de él a ser consecuente con la sociedad para no participar nunca de silencios cómplices y porque “la literatura es resistencia”. He defendido siempre que el arte de leer es bello y me reafirmo después de escuchar a Manuel Rivas en la entrevista publicada en el último número de Babelia, recordando la primera vez que entró en una librería: “Sí, se llamaba La Poesía. Luego nos acercamos por allí. Está cerrada, pero conserva algo. Cada vez que paso por ahí pienso: “¿Por qué no me hago librero?, ¿por qué no abro La Poesía?”. Tengo una especie de culpa. En casa no había libros y le compramos uno a mi madre. Siempre se le regalaba algo para la casa —una fregona, una cafetera— y mi hermana María, que era la vanguardia, dijo que le compráramos uno porque en la niñez mi madre había leído mucho. Por casualidad. Murió mi abuela y mi abuelo se quedó con 10 hijos. Era campesino, vivía al lado de la casa rectoral y una sobrina del cura medio adoptó a mi madre, que subía al desván y se pasaba el día leyendo vidas de santos, que es lo que había, pero también estaban los poemas de Rosalía. El primer libro de mi vida fue oír a mi madre recitar a Rosalía. Ella era la boca de la literatura. Total, que nos fuimos a La Poesía y vimos un libro que coincidía bien con el presupuesto. Era un tocho; mucho mejor, un regalo más grande. Se titulaba Cinco mil años de historia. Mi madre lo abrió y, bueno, asomó de una lágrima. Nunca tuve miedo de entrar en las librerías. Si vamos es porque hay gente con la que nos gusta estar, no solo por los libros, aunque los libros también son gente”.
Mientras que inicio la lectura de esta apasionante historia en torno a la lectura, vuelvo a publicar el post que dediqué en abril de 2014 al arte de leer, que es bello. Creo que una de las ilusiones de Guido Orefice -el protagonista de La vida es bella- para ser feliz, abrir una librería, era lo único que podía ser bello en un mundo diseñado a veces por el enemigo, al que no interesa una población culta porque a lo mejor decide un día leer libros y aprender con su lectura que determinadas políticas no son inocentes en sus ideologías escritas.
Sevilla, 2/XII/2015
Cuando se cierran librerías “se pierden miles de posibilidades de encontrarse con la realidad de la página escrita, no en blanco, participar en miles de historias que enriquecen las propias, se desvanecen miles de posibilidades de decir “gracias, por encontrarte [al autor, al librero, a la librera]” y las miles de historias quedan en la memoria de secreto de cada lector, de cada lectora… lamiendo sus conciencias».
José A. Cobeña, Benditas librerías
Guido Orefice, el protagonista de La vida es bella, tenía tres grandes proyectos en su vida: distinguir el norte del sur, leer a Schopenhauer por su canto a la voluntad como motor de la vida y abrir una librería. De todo hizo un arte para vivir, para enseñar a leer las señales de la vida, porque hablar es solo cosa de personas. Leer, igual de bello. Es una maravilla constatar que estamos preparados desde la preconcepción y a través del cerebro, para leer, cuando todo está conjuntado para comenzar a unir letras y grabarlas con unas determinadas formas en el cerebro. Agregando, además, sentimientos y emociones en relación con lo que nuestro cerebro lee.
La lectura es un acto de libertad intelectual que se modula a lo largo de la vida, convirtiéndose poco a poco en arte. Desde la escuela infantil y hasta los últimos días de la vida, tenemos millones de posibilidades de leer todo lo que se pone por delante para invitarnos a dar forma a unos caracteres que en sí mismo no son nada sin nuestra intervención personal e intransferible, porque aunque alguna vez leamos algunas palabras junto a alguien, lo que se graba en cada cerebro es irrepetible. Como si fuéramos bibliotecas ambulantes conteniendo siempre lecturas diferentes de textos llenos de palabras sueltas o frases que hemos acumulado en ellas a lo largo de la vida.
En un país de bares, como España, que no de librerías, la lectura no es una tarea habitual. La mercadotecnia se ha apropiado del aserto de Gracián, lo bueno si breve dos veces bueno, dando igual la calidad de lo breve. La mensajería instantánea, donde WhatsApp se ha convertido en un claro exponente de la brevedad, así como los tuits, se han apropiado de la lectura por excelencia en los micromundos personales y de redes sociales. En un modo de vivir tan rápido como el actual, la lectura pausada y continua es un estorbo para muchas personas, donde el libro supone además un reto casi inalcanzable para el interés humano de supervivencia diaria.
Se acercan muchas Ferias del Libro para recordarnos la necesidad de leer adecuadamente. El libro entró hace ya muchos años en la maquinaria de la economía de mercado y así le va en muchos países. Pero la realidad de la lectura en España, según los últimos datos oficiales que se han publicado, es la siguiente, quedando como verdad subyacente en este tipo de eventos anuales:
– Los lectores frecuentes suman el 42,7% de las personas encuestadas, con una media de lectura de 11,1 libros al año.
– Los lectores ocasionales, alcanzan el 11,9%, con alguna lectura declarada al trimestre.
– Los no lectores, es decir, los que declaran que no leen nunca o casi nunca, alcanzan un porcentaje del 46,9%.
– Las mujeres (64,1%) leen más libros y revistas que los hombres (54%), que leen más prensa, cómics, webs y foros sociales.
Con estos números, se hace imprescindible proclamar la necesidad de la lectura como medio de descubrimiento de la palabra articulada en frases preciosas, cuando lo que se lee nos permite comprender la capacidad humana de aprehender la realidad de la palabra escrita o hablada. Maravillosa experiencia que se convierte en arte cuando la cuidamos en el día a día, aunque paradójicamente tengamos que aprender el arte de leer siendo mayores, porque la realidad amarga es que no lo sabemos hacer: “¿Pero qué queremos decir con “saber leer”? Conocer el alfabeto y las reglas gramaticales básicas de nuestro idioma, y con estas habilidades descifrar un texto, una noticia en un periódico, un cartel publicitario, un manual de instrucciones… Pero existe otra etapa de este aprendizaje, y es ésta la que verdaderamente nos convierte en lectores. Ocurre algunas afortunadas veces, cuando un texto lo permite, y entonces la lectura nos lleva a explorar más profunda y extensamente el texto escrito, revelándonos nuestras propias experiencias esenciales y nuestros temores secretos, puestos en palabras para hacerlos realmente nuestros” (1).
Sevilla, 19/IV/2015
(1) Manguel, Alberto (2015, 18 de abril). Consumidores, no lectores. El País, Babelia, p. 7.
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