En el día de las maestras y de los maestros de este país

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Google me ha recordado hoy con su doodle, que se celebra el Día de los Maestros y de las Maestras. Representan una profesión extraordinariamente delicada y dedicada a la educación integral e integrada de los niños y niñas de este país, que tanto lo necesita. Estoy muy agradecido a esta bendita profesión, porque he tenido referentes de magisterio excelso a lo largo de mi vida. Afortunadamente, sigo atento a descubrir maestros y maestras de vida, porque existir…, existen.

En este cuaderno he dedicado varios homenajes a mi maestra de la infancia, Doña Antonia, que siempre fue para mí como una madre protectora en una infancia difícil marcada por la soledad. Era y será mi querida maestra, que siempre iba llenando de afectos y sabiduría infinita (como su paciencia) la sede de la inteligencia de cada niña, de cada niño. También, la mía. Todo, en sus bolsillos, se convertía siempre en caramelos de infinitos colores. Jugábamos juntos, niñas y niños, en el patio trasero, donde en los momentos de aventuras incontroladas, poníamos una escalera de madera apoyada en el muro medianero y nos asomábamos –atemorizados- para escudriñar los rollos de película de la productora que lindaba con el Colegio, tirados en aquel otro patio, de mala manera, a la búsqueda de recortes que nosotros montábamos en las aceras vecinas con títulos de crédito muy particulares, a modo de estrellas del celuloide madrileño.

Otro referente cercano en el tiempo ha sido uno de los maestros de mi hijo, con un nombre excelso por su encantadora sencillez, Pepe. Por esta razón, he recordado las palabras que escribí el día que supe que había fallecido, porque sentí que a partir de aquel día me faltaba tiempo público y privado para agradecerle todo lo que había enseñado a mi hijo Marcos. Hoy, deseo compartir aquellas palabras, porque simbolizaban el respeto reverencial que merece esta profesión. Sencillamente, gracias, Doña Antonia, Pepe, por vuestro ejemplo extraordinario como maestros de vida.

Sevilla, 27/XI/2017
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Pepe, el maestro

Me enteré hace unos días que Pepe, el maestro preferido de mi hijo, ha muerto. ¡Cuántas veces he recordado a Pepe, como a él le gustaba que le llamasen todos, con su cuerpo enjuto, unido a un cigarro interminable y hablando de su compromiso con los niños y niñas, en primer lugar, y con la sociedad en general! La última vez que hablé con él, me contó con la ilusión de un adolescente su interés por volver a dar clase en las zonas más deprimidas de Sevilla. Volver donde había encontrado la razón de ser como maestro, frente a la experiencia del discreto encanto de la burguesía y de la rivalidad manifiesta ante los licenciados y licenciadas del Instituto al que llevó, por primera vez, a sus alumnos de 12 años de la mano, que provenían del colegio público de la zona, entre los que se encontraba mi hijo, animándoles a encontrarse con una realidad social difícil, pero con el encanto de los que saben discernir en cada alumno la persona de secreto que lleva dentro y su necesaria inserción en el barrio de la vida. Aunque la procesión iba por dentro.

Pepe era un modelo a seguir por sus alumnos. Era respetado porque respetaba. Era querido porque quería. Sus alumnos y alumnas sabían distinguir perfectamente a su querido profesor frente a otros que solo cumplían el expediente como empleados públicos. Sin más. Pepe no era como los demás. En su moto de toda la vida dejaba escapar sonidos de arranque hacia el infinito mundo de la ilusión compartida y respetada. Y ellos lo veían y lo tocaban.

Me encantaba escuchar historias de Pepe, contadas por mi hijo y sus compañeros y amigos. De Pepe y Antonio, su inseparable compañero de aventuras docentes. Que si ha dicho que la libertad es importante, que si había pedido que todos se respetaran en sus diferencias sociales, al estudiar en un colegio público con proximidad a zonas deprimidas de la ciudad. Que si era necesario escribir en una revista del Colegio para fomentar la opinión compartida. Que si el cine y las visitas culturales, así como las excursiones, los hacían más responsables. Siempre insistían en que los conocía muy bien. Yo sabía que los hacía también felices y libres.

Por eso me ha dolido tanto la ausencia de Pepe. Habiendo sido compañero virtual en este viaje a alguna parte, en la fase en que nuestro hijo se asomaba a la dureza de la vida, subidos los dos a un tren del que saqué billete hace muchos años, creo que desde que era muy pequeño, siento que se bajara en una estación de la vida porque ya no era imprescindible, aunque sí necesario para nosotros. Cuando me despedí aquella mañana, cerca del espacio físico que había compartido con mi hijo, quise reiterarle el agradecimiento por ser una persona buena que seguía ilusionado con ofrecer su trabajo y tiempo libre a los más desheredados de la sociedad. También porque mi hijo había aprendido a ser bueno con él, en clases que no están en los manuales al uso.

Ha muerto un maestro necesario para la vida. No era imprescindible, es más, casi nadie se ha dado cuenta de su ausencia y no le ofrecerán homenajes y panegíricos, porque además no le gustaban. Pero en el día de Andalucía, creo que merece que le declaremos, desde la ética pública, hijo predilecto de una tierra que quizá solo supo agradecerle que fuera “su” maestro, en silencio sonoro, por el esfuerzo y trabajo diario y anónimo con las niñas y niños en un Polígono de San Pablo (Sevilla) que no está en los cielos…

Sevilla, 28/II/2006

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