Casi todo…, dura muy poco

TIEMPOS MODERNOS

Fotograma de Tiempos Modernos (Charles Chaplin, 1936)

Esta podría ser la historia de una bombilla jamás contada. Verán. Los más exquisitos con el lenguaje hablan de “obsolescencia programada”, pero en la calle todo el mundo sabe lo que es porque hay un runrún constante cuando se toma conciencia de que las cosas que sustentan nuestras vidas duran cada día menos: ropa, calzado, teléfonos móviles, coches, ordenadores, impresoras, electrodomésticos y así hasta un largo etcétera. Bajo el constructo “obsolescencia programada” sabemos que casi todo se fabrica hoy para morir pronto, cuanto antes mejor y de forma programada, porque así se consume más, más y más, sin límite alguno. Esta economía de usar y tirar para volver a comprar, muy lejos de la denominada circular, que recupera casi todo porque ese “todo” se puede reparar y reutilizar sin problema alguno, tiene muchos impactos en la sociedad actual: los medioambientales, agravados por los desechos electrónicos que siempre van a parar a los países más pobres y, quizá, el más importante para el ser humano, la insatisfacción permanente, porque si no compramos lo último no estamos a la última en casi nada, sin darnos cuenta de que hay varios tipos de programación no inocente de la obsolescencia: la diseñada de forma interesada para que las “cosas” duren solo un tiempo, cada vez más corto y la velocidad de vértigo de las innovaciones para que fabriquemos en la mente una necesidad de renovación constante. Es lo que se llama ahora, científicamente hablando, la obsolescencia cognitiva, porque nuestro cerebro no es capaz de dosificar e integrar los avances científicos no inocentes en este ciclo perverso de comprar-tirar-comprar. Sí lo sabe el chip encargado de certificar la defunción de lo que usamos a diario y que va integrado en cada aparato.

Nos cansamos de tener casi todo y cuidando siempre la atención a la publicidad porque siempre hay algo en algún anuncio que nos come la moral porque no estamos a la última. Las multinacionales lo saben y ya se encargan de programar los medios domésticos y electrónicos que utilizamos todos los días para que se estropeen muy pronto y dado que las reparaciones son muy costosas nos convencen con indicaciones precisas que no es necesario hacerlas. Total, ¿para qué? Si puedo comprar otro aparato nuevo, que sé que tiene más prestaciones y por no mucho dinero, pues ya está. Todo es cuestión de que se creen muchos “puntos limpios” (¡qué eufemismo cuando en realidad son “sucios”!) en las ciudades para que se hagan cargo de lo que desechamos sin toma de conciencia alguna de los impactos medioambientales que genera tanta basura electrónica, por ejemplo. Todo, aparentemente, muy ecológico, pero muy poco ético. Además y por si fuera poco, el diferencial de ricos y pobres en este ámbito es clamoroso porque solo se trata de comprar a cualquier precio y todos no están en la misma línea de salida en una carrera hacia ninguna parte.

BOMBILLA 1911

Lo curioso es que todo empezó con una reunión que se celebró en 1924, a la que asistieron las grandes compañías fabricantes de bombillas que formaron el cártel Phoebus (Osram, Philips y General Electric, entre otras compañías), donde se pactó limitar su vida útil a 1.000 horas, cuando desde 1911 se hacía publicidad de una duración certificada de 2.500 horas. Una muestra que actúa todavía como testigo de cargo de aquella funesta decisión es la bombilla encendida de forma ininterrumpida desde 1901 en el parque de bomberos de Livermore, en California. Sin palabras.

Como terapia de apoyo recomiendo ver varias veces el documental “Comprar, tirar, comprar”, al que se puede acceder en este enlace de RTVE, como servicio público indiscutible para poder emitir juicios bien informados al respecto. Creo que estas imágenes valen más que mil palabras, aunque todavía nos quedan, afortunadamente, en la clave que aprendí hace ya muchos años de Blas de Otero. Por ahora, seguimos disponiendo de ellas, funcionan sin más coste que la libertad para expresarlas, a pesar de que algunos se empeñan en tirarlas por la borda de la vida, callando voces y programando incluso su obsolescencia social y política porque les molesta el valor intrínseco de la verdad verdadera.

Para finalizar, recuerdo ahora un artículo que escribí en 2011 sobre la obsolescencia de las personas, que también existe, con un título inquietante, Las coacciones de la electrónica: no hay personas de repuesto, en el que abordaba un cuestión ética al respecto, es decir, la obsolescencia del ser humano, cuestión que me facilitó la lectura de dos obras apasionantes del escritor polaco Günther Anders (1): La obsolescencia del hombre: Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial (volumen I) y Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial (volumen II). El autor centra su ensayo, desde el principio, en esta idea “del hombre que se experimenta a sí mismo como “anticuado” y pequeño frente a los aparatos técnicos, que se presentan como los auténticamente “bien dotados” y que le hacen avergonzarse de su humanidad: “No hay hombres de repuesto”, escuchamos decir a un enfermo terminal en un asilo para desahuciados, y se lo escuchamos decir como sonrojado porque en la era de la técnica no se haya inventado aún nada definitivo contra la caducidad de la existencia humana. Este sentimiento de vergüenza, dado que no podemos sentir vergüenza sino ante una mirada ajena, nos indica que ahora son las cosas, las máquinas, quienes nos miran. El hombre moderno desearía ser sólo un engranaje, debería ser sólo eso, pero misteriosa y trágicamente aún no está del todo adaptado a la explotación mecánica, y eso es lo que le abochorna, su propia humanidad residual” (2).

Ante esta perspectiva apocalíptica, en algún sentido, quiero seguir construyendo teoría crítica digital sobre cómo la tecnología permite conocer mejor el cerebro, por qué es feliz, por qué enferma, por qué nos emocionamos, por qué expresamos sentimientos, por qué resolvemos problemas día a día, con el auxilio de las tecnologías de la información y comunicación (aunque tengan fecha de caducidad, por supuesto). Aunque sé también que todo tiene su tiempo y su momento, incluidas las personas.

Sevilla, 18/X/2018

(1) Anders, G. (2011). La obsolescencia del hombre. Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial (volumen I). Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial (volumen II). Valencia: Pre-Textos.
(2) Pardo, José Luis (2011, 19 de febrero), “No hay hombres de repuesto”, El País, Babelia, 9.

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