
Sevilla, 7/III/2022
Dedicado a mi nieto Adrián, que cada día que pasa admira más todo lo que está a su alrededor.
En un mundo de permanente turbación y mudanzas, alejándose de la recomendación sabia de San Ignacio de Loyola, necesitamos recuperar con urgencia la capacidad de admiración de personas, de la naturaleza y de determinadas cosas. Quien siga de cerca las páginas de este cuaderno digital habrá podido observar que soy un apasionado de la curiosidad en su vertiente sana, que decía el diccionario de Covarrubias, es decir, alejada del asombro cuando se entiende como algo que nos conmueve e incluso nos paraliza por miedo, porque la auténtica admiración muestra siempre la vertiente amable que me permite admirarme de casi todo y de casi todas las personas, en su versión aristotélica, escudriñando lo más íntimo de la propia intimidad de las personas y de las cosas y moviéndome a actuar inmediatamente para descubrir que hay detrás de cada persona y de cada cosa en la vida. Es como si se prolongara esa vida en una eterna pregunta de niño marxiano de cuatro años, aquél que mandó buscar Groucho en Sopa de ganso para resolver problemas, que siempre pregunta en bucle el porqué de todo lo que se mueve porque, dicho sea de paso, alguien o algo tuvo la responsabilidad hace millones de años de poner en marcha el universo. De ahí las eternas preguntas de los creacionistas y evolucionistas: averiguar quién fue o cómo era el “primer motor inmóvil”, como curioseaba Aristóteles en sus obras, para enseñarnos qué es el asombro sano o la admiración de todas las cosas.
Siempre he sentido curiosidad por todo, en un mundo plagado de cotilleo y cotillas, aunque bautizado últimamente como el “universo del entretenimiento”, donde todo cabe y en el que la cultura digna brilla por su ausencia. Siempre he sentido la necesidad de comprender qué es asombrarse o admirarse ante lo que ocurre en nuestras vidas, por muy intranscendente que sea, algo que solo se consigue a través de la admiración, actitud que simbolizó para Aristóteles el comienzo de la filosofía, entendida como la capacidad que tiene el ser humano de admirarse de todas las cosas, de las personas, de asombrarse, de sentir curiosidad diaria de por qué ocurren las cosas, de cómo pasa la vida, tan callando. Mi profesor de filosofía lo expresaba en un griego impecable, con un sonido especial, gutural y sublime, que convertía en un momento solemne de la clase esta aproximación a la sabiduría en estado puro: jó ánzropos estín zaumáxein panta (sic: anímese a leerlo conmigo tal cual y pronunciarlo como él). Es uno de los asertos que me acompañan todavía en muchos momentos de mi vida, en los que el asombro y la curiosidad siguen siendo un motivo para la búsqueda diaria del sentido de ser y estar en el mundo, de admirarme todos los días de él.
Ante un escenario tan atractivo para descubrir islas desconocidas y curiosas del conocimiento, acudo con frecuencia a mi manual de cabecera, Una historia natural de la curiosidad, donde Alberto Manguel explica en sus 541 páginas aspectos mágicos de esta realidad humana que tantas respuestas da a la vida, incluso en momentos de pandemia. Ser curiosos eleva el espíritu y eso me basta. Así lo sugería Cicerón, según aparece en una copia realizada en el siglo IX de un texto suyo en el que, al final de una frase, aparecía un signo de pregunta que se representaba por una escalera ascendente hacia la parte superior derecha de la línea de texto, «en una serpenteante línea diagonal que nace en la parte inferior izquierda” (1).
Cuando se publicó este libro excelente e Manguel, leí un artículo extraordinario que sintetizaba muy bien su obra. Así lo recogí en un post del que entresaco dos preguntas y respuestas de Manguel que me sobrecogen siempre que las leo porque comprendo perfectamente la depreciación de la curiosidad en estos tiempos modernos: “Hay ciertas interrogaciones que nos hacemos en diferentes momentos de nuestra vida. De niños la primera pregunta es ¿por qué? ¿Por qué lo que veo en el espejo soy yo?, ¿por qué no me dejan hacer ciertas cosas? Después las preguntas cambian, y cuando llegas a la vejez vuelven las de la niñez. Pero con el sentimiento de no querer encontrar una respuesta, sino demorarse en el placer de la pregunta”, para seguir diciendo “¿Para qué la sociedad y el poder arrinconan la curiosidad? Si haces una caja cuadrada, debes crear elementos con ángulos rectos para que entren en ella. Si crean una sociedad de consumo deben crear consumidores, si no, no funciona. El sistema tiene que impedir que te hagas preguntas esenciales porque si te las haces no hay más consumo. Por eso la sociedad no alienta la reflexión. Es un sistema depredador que busca el beneficio en una estructura productiva”.
Cuando también nos encontramos con el sentido del asombro, debemos tener en cuenta que ese asombro es bueno si nos lleva a la admiración y no al miedo a lo desconocido, porque es un término ambiguo por definición. Así lo explica el Diccionario panhispánico de dudad, cuando aborda el lema “asombrar(se)”: Cuando significa ‘causar asombro’, por tratarse de un verbo de «afección psíquica», dependiendo de distintos factores, el complemento de persona puede interpretarse como directo o como indirecto: «El relato lo asombró» (García Márquez, en El amor en tiempos de cólera, 1985). La afección psíquica que producen determinados “asombros” está demostrada con la maestría del gran Gabo, lo que traduce de forma sencilla que la “admiración”, rodeada casi siempre de “curiosidad”, incita a ir hacia adelante en descubrir la causa de la admiración, frente al “asombro” que, a veces, paraliza por la sorpresa o desencanto que supone.
Quizás sea una publicación de la bióloga americana Rachel Carson, El sentido del asombro (2), la que mejor define este lema porque no bien entendido y alejado de la admiración, puede confundirnos. Esta publicación nació en un artículo Ayuda a tu hijo a asombrarse (Help your child to wonder) publicado en la revista Woman’s Home Companion en el año 1956, que debido a su temprano fallecimiento no pudo ampliarse en contenidos como ella hubiera querido. Aun así, ella lo proyectó en su cercanía a un sobrino, Roger, que le mostró la capacidad de asombro en un niño, muy sensibilizado con la naturaleza: “Para mantener vivo en un niño su innato sentido del asombro, se necesita la compañía al menos de un adulto con quien poder compartirlo, redescubriendo con él la alegría, la expectación y el misterio del mundo en que vivimos”. No se puede explicar mejor y en el universo de los cuentos infantiles. Carson lo definía bien en el artículo citado: “Si yo tuviera influencia sobre el hada madrina, aquella que se supone que preside el nacimiento de todos los niños, le pediría que le concediera a cada niño de este mundo el don del sentido del asombro tan indestructible que le durara toda la vida (…)”.
El placer del asombro y la curiosidad sabia no es transmisible automáticamente a los demás, sino que es imprescindible adquirir el conocimiento liberador, trabajarlo internamente a través del esfuerzo de cada persona a la hora de plantearse gozar de los que algunos llaman placeres inútiles para alejarlos del poderoso caballero don dinero. Así lo reconocía hace ya muchos siglos Sócrates en su diálogo Banquete: “Estaría bien, Agatón, que la sabiduría fuera una cosa de tal naturaleza que, al ponernos en contacto unos con otros, fluyera del más lleno al más vacío de nosotros. Como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de las más llena a la más vacía”, porque siempre está presente en almas curiosas, que se asombran de muchas personas o cosas, mostrando la dialéctica del valor y precio de lo que se descubre, de lo que nos asombra, de lo que se admira y de lo que se goza a cambio de nada.
(1) Manguel, Alberto, Una historia de la curiosidad. Madrid: Alianza Editorial, p. 17, 2015.
(2) Carson, Rachel, El sentido del asombro, Madrid: Encuentro, 2021.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
Debe estar conectado para enviar un comentario.