Algoritmos digitales y libertad individual

BIG AND FLAT

Ya sé lo que creo que Facebook, Google, Amazon y Booking, entre otras multinacionales del sector TIC, saben de mí. Eso es lo que creo, pero tengo que confesar que al igual que sucede a millones de usuarios no tengo la paciencia debida para leerme las complejas licencias de uso de sus servicios en el trámite que consideramos insensatamente como mera burocracia en el momento de acceder a ellos mediante usuario y contraseña, obviando la letra grande y la temida letra pequeña de los contratos que firmamos tan alegremente con ellos. Luego tengo que aceptar que no, que no sé realmente lo que las empresas citadas, entre otras muchas, conocen de mí, aunque la verdad sea dicha no aparece por ningún sitio cómo van a seguir mi huella digital hasta límites insospechados que desconozco. Solamente lo intuyo por el bombardeo tipo spam que recibo a diario sobre mis gustos y consultas habituales en sus sitios web. Forman parte del gran hermano mundial agazapado en internet. Es lo que se llama hoy “prescripción digital” mediante robots que presumen de conocernos hasta en el último detalle.

El secreto está en los algoritmos que utilizan en el tratamiento de los big data empresariales, donde están mis “small data”, con perdón, de los que apenas se habla, formando parte de lo más íntimo de mi propia intimidad, en expresión de corte agustiniana y santa, por más señas. Ser o no ser small o big data, esa es la cuestión. Me impresiona conocer cómo me recuerdan periódicamente que Mozart me espera en el almacén de Amazon, porque saben que me gusta y que me puede interesar el último disco publicado sobre él. También, las últimas publicaciones de mis autores preferidos, que gritan a los cuatro vientos que no saben nada de mí desde hace semanas o meses. Además, me informan de que otras personas que tienen unos gustos similares a los míos, también compran más discos y libros que me podrían gustar. Un no parar, que se dice en español castizo y que si no reaccionas a tiempo te hace sufrir el temido síndrome de la última versión, del último disco, del último libro, Smartphone, TV, consola, tablet, etc., etc. Porque esas almas caritativas digitales “adivinan” que me gustaría “tenerlos”, pero no los tengo. Y eso en el mercado digital “no puede ser”.

No digamos nada en relación estricta con las tecnologías puras de la información y comunicación. Si te atreves a consultar una televisión inteligente, acabas de caer en la trampa de empresas matrices y asociadas, en un buzoneo digital bastante agobiante, donde marcar la x de acceso a mi posible libertad suele ser la aventura jamás contada de cada día, que muchas veces no funciona porque está caído el servidor amenazante. Ya sé que puedo marcar y desmarcar las opciones de privacidad en cada servicio global que contrato, pero necesitaría casi un día (¿al mes, a la semana?) para actualizar mis límites fronterizos de libertad digital y cada vez tenemos menos tiempo de buscar tiempo para pensar en otras cosas más importantes que las que a veces busco por internet.

Me dejó bastante intranquilo una reflexión que leí ayer sobre cómo llegamos a estar atrapados en el algoritmo de la prescripción digital que utilizan las grandes empresas tecnológicas de gran consumo, sin saber a veces cómo salir de él: “Ramón Sangüesa se encuentra ahora mismo investigando sobre las herramientas que permiten saber por qué a cada uno nos recomiendan determinados caminos por los que seguir transitando. “Habrá criterios complementarios que irán en beneficio de quien tiene la propiedad de esa obra, por supuesto. Y esos criterios son bastante oscuros. Esas empresas saben todo de mí, pero yo no sé con qué criterios me recomiendan las cosas”. Y ahí está la gracia del dichoso algoritmo” (1).

En definitiva, no son inocentes, como suelo decir siempre. Por eso he recordado a Stan Laurel y Oliver Hardy, el Gordo y el Flaco, cuando somos incorporados como small data en el marco de los big data que tratan en algoritmos preocupados por nuestra forma de ser y estar en el mundo, individual y colectiva. Como si fuéramos tontos, con las caras de Stan y Oliver como telón metafórico de fondo, según el lugar que ocupa cada uno en la prescripción digital que nos toca atender hoy sin ir más lejos.

Sevilla, 10/VII/2016

(1) Verdú, Daniel (2016, 9 de julio). Atrapados en el algoritmo. Babelia (El País), pág. 2s.

La dignidad de las personas mayores

FELIX MAXIMO LOPEZ

López Portaña, Vicente (1772-1850), Félix Máximo López, primer organista de la Real Capilla / Museo del Prado. Madrid

He localizado en Internet el cuadro que comenta hoy Javier Marías en El País Semanal, en un artículo magnífico, El retrato del organista, que le “gusta contemplar largo rato, incansablemente”. La verdad es que me ha impresionado, quizá movido en un principio por la curiosidad de la referencia al clavecín, parecido al mío, sobre el que apoya su brazo izquierdo D. Félix Máximo López, transmitiendo dignidad como persona mayor pese al paso de los años.

Lo que verdaderamente me ha emocionado es la reflexión que hace sobre la situación actual de las personas mayores, que el mundo procura mercantilizar con el eufemismo de la tercera edad y las ventajas de la tarjeta oro de la que pueden disponer para viajes imposibles en la España actual. Ayer, en la cola del supermercado, presencié el papel actual de las personas mayores a través de una mujer mayor que pagaba la compra semanal o quincenal a su hija y nietos allí presentes, con amor maternal similar al filial que figura en la dedicatoria sobre el clavecín del cuadro, con la parafernalia de la fidelización mediante tarjeta en la que ella no sabía responder a preguntas de “¿contado o plazo? o la acción de marcar la contraseña, tarea que rápidamente asumió la hija con la sonrisa cómplice de la cajera, porque a esa persona mayor esas cosas ya no le van ni las comprende. Acababa de simbolizar el papel que están desempeñando en la actualidad las personas mayores en nuestro país con sus exiguas pensiones, en la cobertura de familias sin ingreso alguno. En una palabra, dignificando la vida diaria “a pesar de su edad”, en un mundo diseñado a veces por el enemigo.

Dice Marías que “todo el retrato rebosa fuerza y a mí me produce, como pocos otros, la sensación de tener en frente a ese hombre vivo, a él y no su representación: y esa fuerza está sobre todo en la mirada, como suele ocurrir”. Y repasa múltiples reacciones imaginarias de esa persona sobre quienes lo contemplan, dando respuestas cargadas siempre de maestría y dignidad: “No sé quiénes sois ni qué buscáis, no entiendo vuestros afanes y empeños, todavía dais importancia a insignificancias, aún lucháis y ambicionáis y envidiáis, todavía sufrís: cuánto os falta para cesar, como ya he cesado yo”.
Y recuerdo frases de supuesta comprensión de los mayores, porque qué van a decir “a esa edad”, con el tuteo descarado, camisetas imposibles, atuendos que no les gusta llevar pero que son aconsejados por los familiares más cercanos o lejanos, con asientos destinados para ellos en el transporte público y habitualmente ocupados por personas más jóvenes, sin vergüenza alguna. Son para personas de movilidad reducida, dicen los letreros oficiales. ¿También de dignidad reducida? Hubo un tiempo en que las personas mayores eran respetadas en su forma de ser y estar en el mundo: “Claro que era un tiempo en el que la sociedad no tenía prisa por deshacerse de ellos, por arrumbarlos, por entontecerlos, por desarmarlos y jubilarlos con gran soberbia, como si no tuvieran nada qué enseñar”, dice Marías.

El retrato anónimo del supermercado, que contemplé ayer, fue de nuevo una gran lección de dignidad humana. Aprendí la importancia de la generosidad de millones de abuelos que todos los días hacen la vida más fácil a los que más quieren, en silencio, plasmando en una experiencia fugaz la importancia de la mirada diferente de la realidad de la vida, tal y como lo aprendí hace ya muchos años de Antonio Machado: “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”. Como los de la mirada de D. Félix Máximo López, que tanto gusta a Marías.

Sevilla, 3/VII/2016