Sevilla, 13/VIII/2020
Los que nacimos en blanco y negro, y poco a poco pasamos al color por tecnicolor, conocemos bien el discreto encanto de los negativos. Cuando era niño me asombraba lo que ocurría con los carretes de una vieja máquina Agfa que rodaba por casa. El asombro fue mucho mayor cuando pasamos al color, porque era sorprendente obtener unas copias que reproducían fielmente lo que verdaderamente pasó en el momento de fotografiar a personas, paisajes o cosas. Era el realismo mágico de la vida que siempre tenía su valor porque veíamos finalmente el positivo después de una espera inquietante por el revelado que permitía finalmente ordenar y guardar las fotografías seleccionadas, cosa que difícilmente ocurre ahora con la revolución digital.
También me acuerdo, siguiendo la concatenación de los “me acuerdo” de Joe Brainard (1), del patio de mi colegio en Madrid, de aquella escalera mágica de madera que nos permitía contemplar a través del muro medianero que separaba el colegio de la distribuidora de películas contigua, los miles de fotogramas tirados al suelo, de forma desordenada, que podíamos recuperar con mil artimañas de niñez para intentar montar una película imposible, uniendo fotograma con fotograma al trasluz, como suele pasar en la vida real. De alguna forma, queríamos escudriñar los rollos de película de la productora, a la búsqueda de recortes que nosotros montábamos de forma imaginaria en las aceras vecinas con títulos de crédito muy particulares, a modo de estrellas del celuloide madrileño. Yo me convertía en Totó durante ese tiempo, el protagonista maravilloso de Cinema Paradiso, contemplando los cortes obtenidos de la censura y señalados en el visionado con trozos de papel que insertaba en el rollo y que le dejaba ver el proyeccionista una vez cortados, su gran amigo Alfredo.
Lo que me ha pasado por la cabeza en estos momentos mágicos, lo explicaba muy bien Guillermo Altares comentando el libro de Brainard, Me acuerdo, como si fuesen los diferentes “negativos” de la vida: “Algunos Me acuerdo son pedazos inocentes de memoria, otros escarban en las partes ocultas de nuestras vidas, algunos tienen sabor, olor, luz, algunos son crepúsculos dorados y otros amaneceres tristes, muchos ni siquiera sabemos dónde han estado escondidos, los hay que son como las magdalenas proustianas y aparecen a borbotones. (¿En el fondo qué es En busca del tiempo perdido si no un gigantesco Me acuerdo?), pero todos ellos son importantes, todos ellos son nosotros. Los Me acuerdo son algo que tenemos que tal vez hayamos perdido, pero que hemos recuperado” (2).
Todo lo anterior viene a cuento porque estoy abriendo con profundo respeto una de mis cajas de sueños, numeradas, donde me encuentro con centenares de negativos de la gran película de mi vida, una historia jamás contada. Los negativos me impiden ver en directo lo que guardan y estoy en el proceso de “descubrir” este tesoro que tiene todo el encanto -a modo de pecio- de ser, quizás, páginas importantes de mi vida. En esta fase, he recordado una película de Michelangelo Antonioni (¡ay, el cine!), Blow-up, o Deseo de una mañana de verano (1966), como puede ser el de esta mañana de agosto, que en el año de su estreno, en plena juventud, me impresionó mucho dejándome la huella de preguntas inquietantes.
La película está basada en el relato de Julio Cortázar, Las babas del diablo, publicado en Las armas secretas, inspirado también por una experiencia parisina que le cuenta el excelente fotógrafo chileno Sergio Larraín a Cortázar y que Antonioni convirtió finalmente en el guion de la película; “En las redacciones periodísticas europeas se codean cuando ven entrar a Larraín: “Ese es el chileno de la Magnum, el fotógrafo de Blow-up”. Los fotógrafos de la agencia Magnum (la legendaria cooperativa fundada por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson) no eran coquetos fotógrafos de moda, como el de la película de Antonioni. Eran los que mostraban al mundo lo que era imprescindible ver: las guerras, la miseria, la otra cara de la noticia. Pero eran épocas de leyendas, y la historia de Larraín daba de sobra para la leyenda” (3).
El hilo conductor de la película se desarrolla en la ampliación de una fotografía obtenida por un fotógrafo profesional en el Maryon Park de Londres, una escena impactante y una trama por descubrir de muchas formas posibles, cuya trazabilidad se puede analizar de forma detallada en un artículo, Blow UP – Michelangelo Antonioni (Análisis en profundidad), que desgrana el argumento antecedente y consecuente de la película y que recomiendo en una atenta lectura, para no descubrir ahora, nunca mejor dicho, el discreto encanto de un revelado de película y de sus sucesivas ampliaciones (blow-up en estado puro).
Vuelvo a mi caja de sueños que contiene centenares de negativos -que pronto serán positivos- para repasar una vida llena de blanco y negro en mi infancia y de un inmenso color después, fundamentalmente porque nunca quise ser ciego al color, como pasaba a los habitantes de las dos islas de la Micronesia, Pingelap y Pohnpei, que nos dio a conocer Oliver Sacks en un libro precioso, La isla de los ciegos al color. La vida es algo más que el blanco y negro, que los grises, porque el cerebro está preparado para interpretar todos los matices cromáticos de la vida sin dejar ninguno atrás, la vida de cada una, de cada uno, que es lo más parecido a veces a una fotografía o película en blanco y negro, con la acromatopsia ética que corresponda, recuperando esos momentos que tanto nos reconfortan y que nos devuelven felicidad. Hasta que un día revelamos los negativos de nuestra vida, guardados con esmero en una caja de sueños, devolviéndoles la vida real que contienen en su discreto encanto del color o del blanco y negro, según la luz del momento, sabiendo en nuestra persona de secreto que tienen el tiempo dentro.
(1) Brainard, Joe (2009). Me acuerdo. Madrid: Sexto piso.
(2) Altares, Guillermo (2009, 28 de marzo), Cuando un recuerdo es algo que tenemos, El País (Babelia), p. 8.
(3) https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-187760-2012-02-17.html
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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