Sevilla, 2/IV/2021
Corría el año 1953 cuando en una tarde fría de invierno en el Madrid del discreto encanto de la burguesía, fui con mi abuela a los estudios Chamartín, a probar suerte en el casting que se iba a llevar a cabo para elegir al protagonista de una película que forma parte de la crónica sentimental de este país: Marcelino, pan y vino, dirigida por Ladislao Vajda. Se anunciaba que sólo fueran los niños que tuvieran “cara de santo”, algo que no supe en aquél momento qué significaba pero que mi familia creyó que yo la tenía así. Lo que sí sabía es que tenía sólo seis años y allí acudí en esa tarde de invierno con un abrigo de solapas generosas de la época y con mi sempiterna bufanda amarilla de cuadros, que perdí en el bullicio de las abuelas con nietos empujando cuando pasó la comitiva que realizaba el casting, queriendo que sus nietos ocuparan todos la primera fila.
No hubo suerte y fue elegido Pablito Calvo, al que volví a ver el día del estreno de la película en el cine Coliseum, con la suerte de que sortearon un ejemplar del cuento homónimo en el que se basaba la película, escrito por José María Sánchez Silva, que me tocó y que me permitió subir al escenario donde Pablo y yo nos dimos un beso, entregándome también el autor del libro un ejemplar dedicado, junto con un muñeco de Marcelino con una tostada en la mano, recordando una escena de la película. Fue inenarrable la emoción que sentí a los seis años por aquél cúmulo de sentimientos y emociones.
Una de las últimas veces que he recordado a Marcelino y a su amigo imaginario Manuel fue en un acto al que asistí en diciembre de 2018 en el Consulado General de Portugal en esta ciudad, con motivo de la celebración del día de la lectura en Andalucía, por una anécdota que contó Pilar del Río sobre el origen del libro más polémico de su compañero de vida, José Saramago. Contó que paseando los dos en Sevilla por la calle Sierpes, se volvió Saramago hacia el célebre quiosco de Curro situado en la zona de La Campana y allí vio escritas unas palabras que luego dieron el título a una obra preciosa: El evangelio según Jesucristo. Bendito momento para Sevilla, justo es recordarlo, para recordarnos que lo que ayer fue duda hoy se convierte en certeza, intentando comprender el final de aquella obra nacida curiosamente en esta tierra cuando Dios decía: “[…]: Hombres, perdonadle [a Jesús], porque él no sabe lo que hizo. Luego se fue muriendo en medio de un sueño, estaba en Nazareth y oía que su padre le decía, encogiéndose de hombros y sonriendo también, Ni yo puedo hacerte todas las preguntas, ni tú puedes darme todas las respuestas”.
En viernes santo o laico, salvando cada uno lo que quiera salvar en sus creencias, he vuelto a recordar a aquél niñodios, Marcelino, y a su amigo Manuel, porque cuando salí del Consulado aquella tarde de invierno, en silencio, pensando en las palabras citadas anteriormente en esta ciudad iluminada para la Navidad, recordé al niño Jesús proletario que Saramago describía en sus pequeñas memorias, porque él estaba conmigo, al igual que me acompañaba durante muchos años Manuel, el amigo imaginario de Marcelino, Pan y Vino: “En ese tiempo, los Reyes Magos todavía no existían (o soy yo quien no se acuerda de ellos), ni existía la costumbre de montar belenes con la vaca, el buey y el resto de la compañía. Por lo menos en nuestra casa. Se dejaba por la noche el zapato (“el zapatinho”) en la chimenea, al lado de los hornillos de petróleo, y a la mañana siguiente se iba a ver lo que el Niño Jesús habría dejado. Sí, en aquel tiempo era el Niño Jesús quien bajaba por la chimenea, no se quedaba acostado en la paja, con el ombligo al aire, a la espera de que los pastores le llevasen leche y queso, porque de esto, sí, iba a necesitar para vivir, no del-oro-incienso-y-mirra de los magos, que, como se sabe, solo le trajeron amargores para la boca. El Niño Jesús de aquella época era un niño Jesús que trabajaba, que se esforzaba por ser útil a la sociedad, en fin, un proletario como tantos otros”.
Hoy, viernes santo, quiero recordar al ciudadano Jesús del que tantas veces he hablado en este cuaderno digital y que lo descubrí con mis seis años en Madrid, viendo aquella película del régimen que me enseñó muchas cosas, entre ellas admirar a ese Jesús del madero que fue antes un niño proletario y cómo Marcelino me animó a decir en mi casa que conocía a alguien que se llamaba dios y que sabía que tenía un amigo imaginario de nombre Manuel, que siempre tuvo un sitio en mi alma de niño. En este mundo tan complejo, siento la ausencia de esos amigos de la infancia, de ese líder de juventud, Jesús, comprendiendo mejor que nunca lo que Saramago quería transmitir en su atrevida lectura laica del evangelio, cuando nos recordaba que su padre le decía a Jesús aquello de “ni yo puedo hacerte todas las preguntas, ni tú puedes darme todas las respuestas”. Inolvidable, porque a mí hoy me sigue pasando lo mismo.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.