
Sevilla, 4/VII/2021
Hace un año hacía estragos de esperanza un constructo, nueva normalidad, que era difícil de descifrar porque ignoraba entonces (y me sigue pasando ahora), quién tenía y tiene la patente de corso para definir qué es lo normal en el futuro de un mundo tan desconcertado, confundido y variopinto como es el que nos da cobijo en estos momentos. Estando en estas cuitas de nuevo, he vuelto a recordar una realidad cultural que tiene más de diecisiete mil años, la aimara, que todavía hoy no tiene esta preocupación. He escrito con anterioridad sobre ella en este cuaderno y abro la página digital en la que vuelve a sorprenderme esta respuesta ante cuestiones transcendentales de la vida y de respeto a la madre naturaleza que nos enseña a diario la generación de vida y el progreso sin tanto sobresalto, es decir, visualizar rasgos de futuro que estamos obligatoriamente obligados a frecuentar. Siempre recuerdo a tal efecto algo que leí hace años y que no olvido, la recomendación del Dr. Cardoso al Sr. Pereira en “Sostiene Pereira”, una obra maestra de Tabucchi, situada en el contexto de una estancia del protagonista en la clínica talasoterápica de Parede, cerca de Lisboa: “… deje ya de frecuentar el pasado, frecuente el futuro. “¡Qué expresión más hermosa!”, dijo Pereira”. Hoy, un futuro simple, imperfecto.
Estando en estos vuelos tan necesarios en tiempos de coronavirus, desescalada y búsqueda de futuro, leo de nuevo que la cultura aimara, población del altiplano andino radicada en Bolivia, Perú, Argentina y Chile, tiene una característica antropológica que todavía se sigue investigando por su peculiar forma de comprender el futuro, que siempre está detrás de cada persona, entre otras manifestaciones sociales, así como el pasado, que siempre está delante. Nada que ver con nuestra forma de entender y expresar el futuro, que siempre lo comprendemos como situado delante de nosotros, nunca detrás. Igual que el pasado, que siempre está detrás de nuestras vidas. Me llama la atención esta forma de proceder en la vida que mantiene el pueblo aimara después de miles de años, cuestión que me apasiona porque nada es inocente en las acciones humanas. Los aimaras no comprenden el futuro porque sólo saben lo que está ocurriendo, que es presente y los sucesivos presentes conforman el pasado, que se sabe cómo se desarrolló, pero nunca pueden hablar de futuro, sencillamente porque es algo que no existe, no ha llegado todavía y no se sabe lo que es porque permanece oculto según su experiencia multisecular.
El futuro aimara no existe, porque sus creencias están basadas alrededor del sol, que todos los días sale o no, sin que necesiten predecir que saldrá. El sol no falla nunca porque, aunque no salga algún día, saben todos que está oculto por alguna razón, pero allí está, no necesita futuro. Además, en Bolivia se han recogido en su Constitución estos principios porque cada año que nace es para entregar prosperidad al pueblo aimara. Ese es su futuro. Saben que el Tata-Inti (dios sol) o la Pachamama (la madre tierra), son los núcleos existenciales de la vida aimara, su presente que se forja en un pasado milenario. Todas las ceremonias se inician siempre mirando hacia arriba, hacia el sol, nunca a un futuro desconocido sino a lo que alumbra la vida encadenada de presentes y para ser todos los días más felices.
Esta realidad aimara me ha recordado un cuento de Augusto Monterroso, El eclipse, donde se narra una artimaña de sabiduría futurible por parte del protagonista del cuento:
Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlos. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitivamente. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles.
Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de ese conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Los mayas sabían mucho de su pasado presente, igual que los aimaras. No les hacía falta la insolencia del fraile sabiondo que quiso remedar al sabio sol de aquellas tierras, intentando predecir su futuro personal, cuando los que le rodeaban solo conocían el pasado presente de todos a través de los siglos. Para pensarlo hoy, inexcusablemente, para aprender de errores propios y ajenos. Entre tanta búsqueda de lo desconocido, he encontrado unas palabras sorprendentes en lenguaje aimara: Tanta sarañani. Me ha impresionado su significado en nuestra lengua celtibérica que obligamos a conocerla a los indígenas aimaras, acusando un cansancio multisecular para narrar los desastres presentes: iremos juntos. A buscar el pasado presente que algunos llaman ahora nueva normalidad y que nos lleva al precioso futuro innecesario de los aimaras porque hoy es el tiempo que puede ser mañana, con el futuro detrás y el pasado delante, como cantaba de forma preciosa Víctor Jara, en su Plegaria a un labrador:
Levántate y mírate las manos
para crecer estréchala a tu hermano.
Juntos iremos unidos en la sangre
hoy es el tiempo que puede ser mañana.
NOTA: la imagen se recuperó el 4 de agosto de 2017 de http://www.elintra.com.ar/salta/2010/10/20/kollas-instan-modificar-nombres-apellidos-espanol-quechua-aymara-39065.html
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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