
Sevilla, 23/VII/2021
Cuanto vale se ignora y nadie sabe / ni ha de saber de cuánto vale el precio
Antonio Machado (1875-1939). Nota manuscrita en unos papeles perdidos
Ayer volví a mi clase puntual del Curso de verano con la ilusión de un niño, aunque de fondo sentía algo parecido a lo que sucedía cuando ese niño interior escribía a los Reyes Magos de Oriente para que me trajeran el caballo de cartón soñado y dibujado en mi carta, que llevaba deletreada la palabra ·c-a-b-a-l-l-o con plumilla, a la inglesa. Una vez que lo descubría de su envoltorio de papel imposible y pasado el primer deslumbramiento por la sorpresa, descubría que ya no tenía gracia montarme muchas veces en él y acababa muy pronto en su cuadra a modo de armario. Después, me iba a la habitación a escribir de nuevo a un rey desconocido que me permitiera ser feliz todos los días, porque tenerlo (el juguete…) me permitía comprobar que ya se me había escapado la ilusión por la montura del equino. Y así me ha pasado desde entonces, buscando por todas partes la forma de disfrutar los placeres basados en bienes básicos y en personas cercanas bajo la forma de familia, compañeras y compañeros de trabajo, amigos, proveedores conocidos y respetados (en clave de valor), frente a lo que me ofrecen los bienes de consumo (puro precio y mercado), por mucho que se empeñe en ello, con perdón, la publicidad que nos invade por tierra, mar y aire, que tienen nombre propio y de los que ahora no quiero acordarme.
Han pasado los años desde aquella aventura frustrada del caballo de cartón y todo lo que me rodea está tocado por el poderoso caballero don dinero. En los primeros minutos de la clase, una mano reclamó la atención del tutor del día y procedimos de la forma que ya se ha hecho habitual: arrancamos con una noticia elegida democráticamente por todos y después buscamos su correlato con la obra de Galeano que nos sirve de libro de texto y de contexto. La noticia a comentar ha nacido en la última reunión del Banco Central Europeo, donde se dirimen las grandes decisiones sobre la realidad terca del dinero a repartir entre todos los países afectados por la pandemia, cuestión no baladí en estos momentos (1): “La discusión ha sido la antesala de otro debate fundamental: el de cómo y cuándo empezar a reducir los estímulos del programa pandémico de compra de activos, previsto para la reunión de septiembre, cuando también anunciará sus nuevas previsiones económicas. Aunque la decisión dependerá del habitual tira y afloja entre palomas y halcones —esto es, entre el ala moderada y los partidarios de endurecer la política monetaria—, dos fuerzas tiran en sentido opuesto: por un lado, la expansión de la variante delta añade nuevas incertidumbres a la recuperación que invitan a no precipitarse en el tapering o retirada progresiva de los estímulos económicos. Por otro, la esperada subida de la inflación nutrirá de argumentos a los que ven llegado el momento de pisar el freno, aunque en sus previsiones actuales el banco insiste en que se trata de un repunte transitorio derivado de la reapertura de las economías: prevé que toque techo en el 2,6% en el cuarto trimestre, retroceda al 1,5% en 2022 y siga perdiendo fuelle hasta el 1,4% en 2023”. Al menos, nos va quedando claro que los hombres de negro quedan bautizados como “halcones” y que los más moderados son “palomas”.
Siendo esto así, aporté en la clase que hace ya bastantes años escribí en este cuaderno digital sobre esta realidad en términos que reproduzco a continuación, visto lo visto: “Tenía razón Antonio Machado: todo necio confunde valor y precio (Proverbios y cantares, LXVIII). Se me ha ido el alma a la lectura de un reportaje publicado hoy en el diario El País, Cosas que el dinero puede comprar, o no, que me ha activado áreas cerebrales que estaban dedicadas desde hace días a otros escenarios de progreso, quizá porque estaba influenciado por un ataque de admiración de Woody Allen, en torno a una frase suya que ahora, paradojas de la vida, publicita un Banco: Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida. Y haciendo caso al Dr. Cardoso, un personaje peculiar en la vida de Pereira (Tabucchi), he comenzado a frecuentarlo, como una forma de invertir inteligencia para ser más feliz. Y andando en estas cuitas de tempus fugit, anuncio del banco, futuro, resto de mi vida, blog, compromisos varios, descubro una lectura de las que llamo “necesarias”, al menos para mí, reforzando una creencia clara: en el futuro en el que quiero vivir, el dinero no te lo facilita todo. Según el estudio elaborado por Manuel Baucells, profesor de la escuela de negocios IESE y Rakesh K. Sarín, de la UCLA Anderson School of Management de la Universidad de California: Does more money buy you more happiness?, había malas noticias para algunos, porque parece ser que algo de felicidad se puede comprar con dinero pero no toda la felicidad. El estudio citado decía que cuando compramos algo y lo empezamos a disfrutar, de forma inversamente proporcional “decae” la ilusión, más o menos, “porque ya tenemos lo que deseábamos”: el dinero no da la felicidad, pero la puede comprar, la única duda es cuánta cantidad. Y no es tanta como uno espera porque no sabemos administrar el dinero, nos acostumbramos demasiado rápido al nuevo tren de vida y nos comparamos con personas más afortunadas. Y empezamos a ver lo que los demás tienen y así indefinidamente, generando la envidia. Luego parece ser que es más importante desear las cosas que tenerlas.
Otra vez aparece mi síndrome del caballo de cartón o lo que está ocurriendo ahora con las nuevas tecnologías de la información y comunicación con el llamado síndrome de la última versión, porque nunca llegamos a tener lo último de lo último y eso frustra hasta límites insospechados. Ahora venía la parte más interesante de la segunda parte de la clase, sin emular precisamente a Groucho Marx con su famoso frase que no olvido en estos momentos, con su ironía característica y en el contexto de la crisis mundial de 1929, en su fondo y forma muy parecida a la actual desde 2008: “Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…”.
Me levanté y propuse que dedicáramos el tiempo que quedaba hasta finalizar la clase a leer lo que Galeano dedica a la dialéctica valor y precio en su apreciado libro, en un capítulo sobre las lecciones de la sociedad de consumo y bajo un epígrafe no inocente, Globalización, bobalización: “Hasta hace algunos años, el hombre que no debía nada a nadie era un virtuoso ejemplo de honestidad y vida laboriosa. Hoy, es un extraterrestre. Quien no debe, no es. Debo, luego existo. Quien no es digno de crédito, no merece nombre ni rostro: la tarjeta de crédito prueba el derecho a la existencia. Deudas: eso tiene quien nada tiene; alguna pata metida en esa trampa ha de tener cualquier persona o país que pertenezca a este mundo. El sistema productivo, convertido en sistema financiero, multiplica a los deudores para multiplicar a los consumidores. Don Carlos Marx, que hace más de un siglo se la vio venir, advirtió que la tendencia a la caída de la tasa de ganancia y la tendencia a la superproducción obligaban al sistema a crecer sin límites, y a extender hasta la locura el poder de los parásitos de la «moderna bancocracia», a la que definió como «una pandilla que no sabe nada de producción ni tiene nada que ver con ella». La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas las guerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un viejo proverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble. La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal parece no tener límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la cultura del consumo suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta, solo, acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar. La expansión de la demanda choca con las fronteras que le impone el mismo sistema que la genera. El sistema necesita mercados cada vez más abiertos y más amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la vez necesita que anden por los suelos, como andan, los precios de las materias primas y de la fuerza humana de trabajo. El sistema habla en nombre de todos, a todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la fiebre compradora; pero ni modo: para casi todos, esta aventura empieza y termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se endeuda para tener cosas, termina teniendo nada más que deudas para pagar deudas que generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías que a veces materializa delinquiendo”.
A todos los asistentes nos pareció bien trabajar sobre estas palabras y el debate fue muy interesante y fructífero. Hay que reconocer que son palabras duras, pero certeras, aunque lo malo de su trasfondo es que son muy actuales y que afectan al niño que fuimos y somos, en un ejemplo que él recoge también en el libro de texto y que simboliza mejor que nada lo que he querido resaltar sobre lo aprendido en esta clase: todo necio confundo valor y precio en este mundo al revés y eso lo aprendemos desde nuestra infancia, en nuestro mundo infantil:
Hay que tener mucho cuidado al cruzar la calle, explicaba el educador colombiano Gustave Wilches a un grupo de niños:
-Aunque haya luz verde, nunca vayan a cruzar sin mirar a un lado, y después al otro.
Y Wilches contó a los niños que una vez un automóvil lo había atropellado y lo había dejado tumbado en medio de la calle. Evocando aquel desastre que casi le costó la vida, Wilches frunció la cara. Pero los niños preguntaron:
-¿De qué marca era el auto? ¿Tenía aire acondicionado? ¿Y techo solar eléctrico? ¿Tenía faros antiniebla? ¿De cuántos cilindros era el motor?
Para terminar, a modo de pregón de la linterna mágica en la que a veces estamos instalados viendo pasar sólo sombras de la realidad humana, a modo de la caverna que tanto sobrecogía a Galeano desde el comienzo del libro (mucho antes a Platón), invitándonos a pasar y ver en ella el gran espectáculo del mundo al revés, leímos a continuación unas palabras con formato pregón dedicadas a las pobrezas de ese mundo que al menos a mí tanto me preocupa en este aquí y ahora, dejándonos la tarea de llevarnos estos mensajes a casa para meditarlos en nuestro rincón de pensar, en un hipotético mundo al derecho que también existe:
Pobres, lo que se dice pobres, son los que no tienen tiempo para perder el tiempo.
Pobres, lo que se dice pobres, son los que no tienen silencio, ni pueden comprarlo.
Pobres, lo que se dice pobres, son los que tienen piernas que han olvidado de caminar, como las alas de las gallinas se han olvidado de volar.
Pobres, lo que se dice pobres, son los que comen basura y pagan por ella como si fuese comida.
Pobres, lo que se dice pobres, son los que tienen el derecho de respirar mierda, como si fuera aire, sin pagar nada por ella.
Pobres, lo que se dice pobres, son los que no tienen más libertad que la libertad de elegir entre uno y otro canal de televisión.
Pobres, lo que se dice pobres, son los que viven dramas pasionales con las máquinas.
Pobres, lo que se dice pobres, son los que son siempre muchos y están siempre solos.
Pobres, lo que se dicen pobres, son los que no saben que son pobres.
Hoy, me permito añadir algo: Pobres, los que confunden siempre valor y precio. No es lo mismo en un mundo al derecho, que también ensalza Galeano: “Lo mejor que el mundo tiene está en los muchos mundos que el mundo contiene, las distintas músicas de la vida, sus dolores y colores: las mil y una maneras de vivir y decir, creer y crear, comer, trabajar, bailar, jugar, amar, sufrir y celebrar, que hemos ido descubriendo a lo largo de miles y miles de años”.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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