Stefan Zweig me recuerda la historia de Job en tiempos difíciles

Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. ¡Sólo Dios basta!

Santa Teresa de Jesús (1515-1582), Nada te turbe

Sevilla, 8/I/2022

Vuelvo a leer los clásicos con frecuencia. En esta ocasión de la mano de Stefan Zweig, en una obra suya preciosa, que recomiendo con ardor guerrero en este tiempo de mudanzas: Encuentros con libros (1). Entre sus reseñas extraordinarias, localizo de nuevo una que no olvido, la dedicada a un libro de Joseph Roth publicado en 1930, Job (2), que cuenta una historia que se repite siempre en la cotidianidad más pura y sin tener que esperar a tiempos difíciles, aunque ahora se nos pida más que nunca tener la paciencia de Job, tal y como lo describí en un artículo del año pasado que dediqué a esta locución que tanto estragos ha hecho en la humanidad frente a la rebeldía con causa: «La historia de Mendel Singer, que abandona a un hijo tullido en su aldea natal para partir con el resto de su familia a América, sirve a Roth para retomar con sutileza la historia de Job y sus infortunios, la pérdida de la fe y la experiencia del sufrimiento. El antiguo y familiar libro bíblico adquiere, en esta elaboración contemporánea, nueva e inesperada fuerza. Cuando fue publicado en 1930, representó el primer gran éxito para su autor, consagrándolo como uno de los más grandes escritores de su tiempo».

Stefan Zweig resalta en el análisis del libro de su entrañable amigo Joseph Roth, diversos aspectos que me interesa mucho destacar en esta ocasión de reencuentro con su obra en plena pandemia. En primer lugar, la define como una novela que se caracteriza por su «sencillez y contención», algo que había conseguido Roth después de publicar A diestra y siniestra y Fuga sin fin. Añade que su gran acierto es abordar un problema que sigue teniendo vigencia en cada día de la vida de cualquier persona: como de repente: «de la noche a la mañana, el destino nos envía una desgracia a casa, enfermedad, muerte o pobreza». Y surgen en el protagonista de la obra las grandes preguntas de la historia de la humanidad: «Por qué a mí? ¿Qué he echo yo para merecer esto? ¿Por qué no le ha ocurrido a otro? ¿Por qué no ha podido tocarle al vecino, al amigo, al enemigo? ¿Por qué me ha tenido que pasar precisamente a mí y no a ellos?» Así se encadenan eternas preguntas que lo conducen a Job, el personaje de la Biblia. No voy a descubrir la novela en su integridad pero suceden cosas que nos resultan cercanas a las de Job, incluso recupera la felicidad después de múltiples episodios, incluidos los del «exilio» a Nueva York. Me quedo con sus comentarios finales. «En lugar de leer, tenemos la oportunidad de experimentar el dolor del justo. Por una vez, no tendremos que sentir rubor por emocionarnos con una verdadera obra de arte que conmueve el corazón». El dolor del justo, esa es la cuestión y para que no olvidemos esa injusticia social.

He recuperado mi artículo del año pasado sobre esta historia de fondo del «santo Job», tal y como se la citaba en mi casa cuando era niño y pensaba, sentía y hacia las cosas de niño. Aquella historia tan mal contada, me llevó siempre a cultivar una gran virtud, la paciencia: «Si la inteligencia humana es la capacidad de resolver problemas para que la paciencia sea ardiente pero no nos queme, voy a repasar la historia de la inteligencia paciente en la humanidad, con brevedad, para que sea dos veces buena para mi alma impaciente, fundamentalmente para aprender de sus errores y horrores que se han cometido, planteándome si es posible averiguar dónde se aloja la paciencia en el cerebro (la sede de la inteligencia que nos hace ser pacientes) y como se configuran las manifestaciones humanas de una realidad existencial que, al menos, la gran mayoría de las personas, conocemos como virtud refrendada por el santo Job que, recuerdo, no la tuvo durante los momentos difíciles en su vida ni era un dechado de esa virtud. Gran empresa, sin ánimo de escribir las bases de un libro de autoayuda, que no me gusta nada». Pasen y lean. Hoy, le debo a Zweig seguir cultivando una virtud cada vez más en desuso.

Stefan Zweig y Joseph Roth, fotografiados en Ostende (Bélgica) en 1936.

Me enseñaron a tener la paciencia del santo Job

Estamos viviendo en tiempos de coronavirus y de paciencia infinita. Cuando era niño me enseñaron que el modelo de paciencia que debía adoptar en mi vida era la del santo Job, al que desconocía por completo. Cuando dejé de hacer y pensar las cosas de niño, comprobé que había sufrido un engaño monumental porque Job tenía de todo menos la paciencia infinita que me habían inculcado desde que tuve uso de razón. Lo que pasó es que usé la razón de forma audaz y verifiqué qué pensaba Job de las injusticias del mundo, dándome cuenta de que tenía muy poca paciencia cuando contaba sus penas, que no alegrías: los terrores se vuelven contra mí, como el viento mi dignidad arrastra; como una nube ha pasado mi saludY ahora en mí se derrama mi alma, me atenazan días de aflicción (Job, 30, 15s), hasta el punto de que el joven Elihú le reprende y lo lleva de la mano para ser paciente (Job, 32-37), para que busque, curiosamente, la sede de la Inteligencia [sic]: huir del mal, claro objeto del deseo impaciente de Job, porque lo que declaraba como sede de la inteligencia, reaccionar ante cualquier tipo de agresión, resolver problemas, era un elemento diferenciador esencial de la búsqueda desesperada de la sede de la sabiduría: temer a Dios, es decir, para los no creyentes hay que aceptar que algo pasa ahí fuera, a veces, que no controlamos y que nos hace sufrir mucho. La conclusión de Job ante tanto sufrimiento en su vida es que Dios se había pasado con él.

Si la inteligencia humana es la capacidad de resolver problemas para que la paciencia sea ardiente pero no nos queme, voy a repasar la historia de la inteligencia paciente en la humanidad, con brevedad para que sea dos veces buena para mi alma impaciente, fundamentalmente para aprender de sus errores y horrores que se han cometido, planteándome si es posible averiguar dónde se aloja la paciencia en el cerebro (la sede de la inteligencia que nos hace ser pacientes) y como se configuran las manifestaciones humanas de una realidad existencial que, al menos, la gran mayoría de las personas, conocemos como virtud refrendada por el santo Job que, recuerdo, no la tuvo durante los momentos difíciles en su vida ni era un dechado de esa virtud. Gran empresa, sin ánimo de escribir las bases de un libro de autoayuda, que no me gusta nada.

¿Cómo nace la paciencia? Sin lugar a dudas porque el cerebro actual ha vencido al cerebro reptiliano, es decir, la corteza cerebral que configura hoy la realidad existencial de cada persona permite controlar los impulsos más primitivos de los seres humanos, de nuestros antepasados, que solucionaban cualquier beligerancia y adversidad (infortunios y trabajos) con agresividad total. Hay una realidad histórica: se han necesitado millones de años para “preparar” la configuración del cerebro que posibilite “tener paciencia” y “aprender” a convivir con ella si tener que llamarla necesariamente “virtud”, porque es una posibilidad que ofrece históricamente la estructura global del cerebro humano. Job fue una prueba palpable de ello.

¿Dónde reside la paciencia? En todas las estructuras del cerebro que interactúan para dar órdenes pacientes e impacientes a través de la corteza cerebral, reflejadas en la conducta implícita o explícita de cada persona, aprendida o genéticamente fundada, con un control férreo del sistema límbico donde se alojan las centralitas de los sentimientos y emociones, sabiendo también que los ojos están grabando permanentemente miles de ocasiones para provocar la paciencia e impaciencia, en un debate ético que hacen trabajar a destajo a las neuronas en lo que saben hacer: alimentar acciones humanas pacientes e impacientes en milisegundos. Sabiendo, que no descansan nunca a pesar de que dormimos y soñamos desesperadamente. Científicamente se sabe que las neuronas no se permiten nunca la licencia para descansar. A no ser que las obliguemos farmacológicamente a cambiar su rumbo desestructurado cuando, a veces, la impaciencia no nos deja vivir como personas y nos provoca algún trastorno mental que nos inhibe la posibilidad de ser y estar en el mundo dignamente.

Y yendo de mis asuntos a mi corazón, repaso, por último, el Diccionario de la Lengua Española (edición el Tricentenario), encontrándome con definiciones de paciencia (del latín patientia) de amplio calado cultural: capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse, capacidad para hacer cosas pesadas o minuciosas, facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho, lentitud para hacer algo, […] y tolerancia o consentimiento en mengua del honor. De todas ellas, me quedo con una: saber esperar, aunque sea con ardiente paciencia (Neruda). Creo que la propia necesidad cerebral de autoformarse a lo largo de la vida, con más de cien mil millones de posibilidades (neuronas) de hacer cosas y sentir nuevas vibraciones de sentimientos y emociones, acotadas en el tiempo vital de cada persona, son un reflejo de que las estructuras del cerebro necesitan a veces esperar, con más o menos paciencia aprendida o inducida genéticamente, para que nos mostremos tal y como somos, para que alcancemos nuestros proyectos más queridos y deseados, porque oportunidades tenemos de forma personal e intransferible a través de una estructura que dignifica por sí mismo a cada ser humano: la corteza cerebral que venció al cerebro original de los reptiles, otorgándonos genéticamente la posibilidad de ser inteligentes.

Aprendamos por tanto de ella, de su forma de ser en cada una, en cada uno. Por aquello de las posibilidades que se abren a través de las cadaunadas, de la ética del cerebro. Sin alterarnos, escuchando a Teresa de Jesús en el momento actual, reinterpretándola, por si nos alumbra algo en tanto desconcierto que nos derrama el alma, tal y como lo describía el ciudadano Job: porque la vida a veces nos turba, nos espanta, porque estas situaciones pasan, porque Dios se muda en la conciencia de muchas personas, porque la paciencia casi nada alcanza. Porque muchas personas no tienen a Dios, no tienen nada, todo les falta ¡Y sólo Dios no basta!

(1) Zweig, Stefan, Encuentros con libros. 2020, Barcelona: Acantilado: Quaderns Crema.

(2) Roth, Joseph, Job, 2007. Barcelona: Acantilado: Quaderns Crema.

NOTA: la imagen de Zweig y Roth se ha recuperado de https://elpais.com/cultura/2015/03/23/babelia/1427132022_446499.html

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓNJosé Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

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