Cuando el diablo no se aburre, toca el violín

Sevilla, 30/I/2022

Hoy he tenido la oportunidad de regresar a la levedad profunda de mi violín, recordando una obra fantástica, El trino del diablo (Sonata para violín en sol menor), compuesta por Giuseppe Tartini (Piran, República de Venecia, 1692-Padua, 1770), probablemente una de las que exija mayor virtuosismo en su interpretación. La versión que más aprecio es la de la violinista Anne-Sophie Mutter, junto a la Filarmónica de Viena dirigida por James Levine, por su forma de atacar cada movimiento de esta Sonata no inocente. La historia que hay detrás de esta composición la detalla el astrónomo francés Joseph Jérôme Le Français de Lalande (1770) en su obra Voyage d’un françois en Italie, de acuerdo con el contenido de una carta que Tartini le había enviado en cierta ocasión: “Una noche, en el año 1713 soñé que había hecho un pacto con el diablo a cambio de mi alma. Todo salió como yo deseaba: mi nuevo sirviente anticipó todos mis deseos. Entre otras cosas, le di mi violín para ver si podía tocar. ¡Cuán grande fue mi asombro al oír una sonata tan maravillosa y tan hermosa, interpretada con tanto arte e inteligencia, como nunca había pensado ni en mis más intrépidos sueños! Me sentí extasiado, transportado, encantado: mi respiración falló, y desperté. Inmediatamente tomé mi violín con el fin de retener, al menos una parte, la impresión de mi sueño. ¡En vano! La música que yo en ese momento compuse es sin duda la mejor que he escrito, y todavía la llamo el Trino del diablo, pero la diferencia entre ella y aquella que me conmovió es tan grande que habría destruido mi instrumento y habría dicho adiós a la música para siempre si hubiera tenido que vivir sin el goce que me ofrece”.

Son dieciséis minutos prodigiosos, que nos acompañan casi en un éxtasis rodeado de melancolía. Para comprender bien la intrahistoria de esta partitura, he recurrido a conocer a fondo al autor, a través de una obra del escritor Ernesto Pérez Zúñiga, La fuga del maestro Tartini, ganadora del XXIV Premio Torrente Ballester. En ella “traslada al lector a los lugares sagrados de la memoria y su incisiva nostalgia a través de la vida de Giuseppe Tartini, uno de los más importantes músicos del siglo XVIII, y autor de la sonata conocida popularmente como El trino del diablo. Una aventura física y espiritual, en busca de una armonía repleta de dificultades, en la que el lector se encontrará con valiosos personajes de aquella época, y otros tantos del mundo mítico, capaces de anular el tiempo y fundir lo clásico con lo contemporáneo. En una entrevista al autor, que recomiendo leer atentamente, se introduce la misma explicando una breve sinopsis de esta obra: “Año 1769, el maestro Tartini rememora su vida cuando presume que el tiempo se le agota. Recuerda su infancia, en la que se forma tanto su sensibilidad musical, como la rebeldía que le acompañará durante toda su existencia al rechazar la educación eclesiástica que su padre le tenía reservada. Tras múltiples aventuras con la espada, encuentra cierto sosiego en el arco del violín, el “instrumento del diablo” del que se convertirá en un virtuoso, y en Elisabetta Premazore, una mujer de clase humilde con la que mantuvo un amor prohibido. Su carrera como músico parecía seguir el camino trazado cuando conoce a un violinista extraordinario. Comienza entonces un viaje a través de los secretos de la naturaleza humana que le llevan a enfrentarse, de manera cruel y destructiva, con su lado más oscuro”. Más adelante justifica Pérez Zúñiga la razón de escribir sobre Tartini: “Me enamoré de su música. Esa música movió los hilos dentro de mí, y los fui siguiendo hacia los lugares donde Tartini vivió en Italia y en Slovenia. Lugares que siguen casi intactos. Algunos han cambiado de nombre, eso es todo, nombres secundarios. Lo importante para mí era ir imaginando ser alguien ya perdido en el tiempo. Resucitarle, prestarle mi cuerpo, mi mente que se iba llenando de lo que iba descubriendo sobre su vida y, sobre todo, de sus sonatas y conciertos. Luego le iba a prestar yo mi escritura y parte de mi propia biografía”.

En esta entrevista, Pérez Zúñiga nos ofrece una clave de su novela, para comprender bien la actualidad de su obra magna, a pesar de los saltos históricos en su narración: “No tiene sentido resucitar a Tartini si no es un personaje del presente. Del pasado me interesa lo que sigue vivo, y Tartini es interesante en cuanto se comunica con la conciencia del lector. Esto vale también para los espacios, para la propia calle donde vivió Tartini, y que decidí mantener con el nombre que tiene hoy. La ventana de su casa es la conciencia que une espacio pasado y presente. Quiero que el lector pueda encontrar esa calle y mire a Tartini en su ventana (en un edificio que hoy no existe). Hay otro intento más: descubrir la interconexión de los tiempos, cómo se afectan entre ellos, como las relaciones cronológicas que nosotros entendemos como causa y efecto pueden tener una relación de simultaneidad, por lo menos desde el punto de vista psicológico. Cómo la mente se mueve en el tiempo. Cómo el tiempo de los sueños puede incluir el futuro. Mi interpretación libre de la ciencia contemporánea planea en distintos pasajes de la novela. Añado algo más: me interesa que la belleza de la música de Tartini anule de alguna manera el hecho irremediable de su muerte. La belleza vence al tiempo, y lo reinterpreta. Es un hecho cotidiano, demostrado una y otra vez en las obras de arte”.

Durante estos últimos años he seguido de cerca la recomendación de Shakespeare, en El mercader de Venecia, ¡Atiende la música!, aprendiendo a tocar el violín, el piano y el clavecín, compañeros inseparables en cada curso académico que he podido seguir hasta la llegada de la pandemia, intentando aprender la técnica depurada que hay detrás de cada instrumento: “El hombre que no tiene música en sí mismo y no se mueve por la concordia de dulces sonidos está inclinado a traiciones, estratagemas y robos; las emociones de su espíritu son oscuras como la noche, y sus afectos, tan sombríos como el Érebo: no hay que fiarse de tal hombre. ¡Atiende a la música!”. La obra de Shakespeare es un tratado contra la usura y una ardiente defensa de los valores humanos. Repasando con atención este cuaderno digital, se puede comprobar que en numerosas ocasiones hago referencia a la música como una proyección de la inteligencia que cuida, sobre todo, el alma humana. También sus sueños, sabiendo que el Diablo siempre está cerca, asumiendo la arrogancia de Lucifer, el ángel caído de determinados cielos, inteligente y necio al mismo tiempo.

Escuchando hoy atentamente El trino del diablo, comprendo perfectamente el simbolismo de la música. Cada día descubro un mundo nuevo al aproximarme al teclado o al arco y mástil del violín, para conocer mejor su alma. Es una experiencia única que me regala la vida y en la que estoy inmerso por los sentimientos y emociones que me ofrece. He descubierto la riqueza sonora del clave, el instrumento tan querido por Bach y Mozart en sus años de éxito sonoro, asimilando a diario algo que ha perdurado a través de los siglos: Musica laetitiae comes, medicina dolorum, es decir, la música es compañera en la alegría y medicina para el dolor. También la del violín. Ha sido un descubrimiento especial. Mi violín es una maravillosa caja de sorpresas o de sueños, según se contemple, aunque lo que más me llama la atención es su levedad cuando lo tengo en mis manos. La historia le ha sustraído peso, sabiamente, en la clave que aprendí un día de Ítalo Calvino: “he tratado de quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades; he tratado, sobre todo, de quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje” . Como él, doy un gran valor a la levedad, aunque junto a Kundera, en su obra “La insoportable levedad del ser”, tenga que admitir la realidad de la Ineluctable Pesadez del Vivir, como condición humana que nos es común, porque estamos rodeados de constricciones públicas y privadas que terminan por envolver toda existencia. Incluso cuando el diablo tiene algo que hacer y se aproxima en los sueños tocando una obra muy hermosa, lejos de la figura que conocí de niño, porque me decían que cuando se aburría y no tenía nada que hacer, sólo sabía matar moscas con el rabo. Cuando el sueño se despierta, soy consciente de que la belleza sólo corresponde a la inteligencia humana y que sabe vencer al tiempo y a la sabiduría de los enemigos del alma.

Voy ahora a mi rincón de pensar, rodeado de música, donde comienzo a escuchar también una obra de la excelente violinista canadiense Angèle Dubeau, con un título premonitorio, Violines Infernales, que interpreta obras inspiradas en el diablo, junto al grupo La Pietá, formado exclusivamente por mujeres violinistas, tomando el nombre de la orquesta y coro del Convento-Orfanato de la Pietá, en Venecia, de los que era el director, donde se recogían “niñas y mujeres descarriadas”. Podemos escuchar obras asombrosas tales como Los trinos del diablo, de Tartini, hasta los torbellinos infernales de la Danza Macabra de Saint-Saëns y Las Bellezas del Diablo, de François Dompierre. Sobre todo, hoy, escucho varias veces esta última porque me parece una interpretación que sobrecoge por el virtuosismo de los violines, que me devuelve paz para comprender la belleza de la vida y me aleja de los diablos aburridos que siempre están al acecho.   

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

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