No escribo estas palabras por desencanto existencial como algún lector puede deducir de su hilo conductor, sino por necesidad de expresar algo que me conmueve todavía: necesitamos conocer la verdad de lo que ocurre en nuestro aquí y ahora, pero la política, a veces, no es buena compañera de camino. No es la primera vez que escribo sobre este aserto, pero me lo ha recordado en esta ocasión un libro de Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, a modo de diccionario de verdades sobre realidades contadas por autores célebres como novelas inolvidables sobre la vida y la muerte, en una dialéctica casi imposible de entender a tiempo.
En el caso de la literatura, la aproximación a ella nos descubre casi siempre la verdad de las mentiras “piadosas”, aunque no inocentes, que se narran a lo largo de la prosa novelada. Igual que en la advertencia de los títulos de crédito de muchas películas: cualquier parecido del guión con la realidad es pura coincidencia. Es decir, ya sabemos qué nos estamos jugando existencialmente, estamos avisados. No ocurre así con la política, porque las mentiras políticas nos llevan de la mano, afortunadamente con honrosas excepciones porque todos los políticos no son iguales, al descubrimiento de la falta de verdad que hay casi siempre detrás de ella, aunque nadie nos avisó de que eso no iba a ser así, confiando en ella como elemento crucial de la democracia.
¿Los programas políticos tendrían que incorporar en sus índices, la llamada de atención que hacíamos referencia anteriormente, sobre la ficción que encierran en sí mismos? No quiero pensarlo y por esa razón voy al cine a ver películas basadas en hechos reales que me conmuevan (El profesor de violín) y vuelvo a leer la obra de Vargas Llosa citada para comprobar si a través de la palabra literaria puedo encontrar la verdad que no encuentro en la realidad política actual: la ficción literaria, dice él, es por sí sola “una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología: un testimonio llameante de sus insuficiencias, de su ineptitud para colmarnos. Y, por lo tanto, un corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los hombres satisfechos y conformes. Las mentiras de la literatura, si germinan en libertad, nos prueban que eso nunca fue cierto. Y ellas son una conspiración permanente para que tampoco lo sea en el futuro”.
“Si nos dijeran la verdad mentirían”, escribí después de las elecciones generales en España en diciembre de 2015 y finalizaba con una reflexión sobre la que hago hoy una operación rescate para comprobar si a través de mis palabras encuentro sentido a esta verdad que nos corroe en la película real del día a día: “El problema radica también en que estamos sobrepasados por experiencias políticas pasadas, enmarcadas en mentiras que parecían en el mejor de los casos verdades a medias, muy lejos del interés general. Ahora hace falta altura de miras, sensatez extrema, diálogo donde la búsqueda de la verdad sea un esfuerzo común, guardándose cada uno la suya en aquello que no une, no toda la verdad, aunque comprendamos ahora mejor que nunca algo que experimentó en su experiencia vital el gran político canadiense Michael Ignatieff en su frustrada carrera hacia la presidencia de su nación: “Nada te va a causar más problemas en la política que decir la verdad”. Porque si no, solo nos quedará en nuestro pensamiento y sentimiento una reflexión […] que se podría convertir los próximos días en trending topic popular a todas luces: si nos dicen la verdad (algunos políticos, no todos), mentirían. Aprendiendo con humildad de la paradoja de Epiménides, cuando afirmó que todos los cretenses eran unos mentirosos, porque casualmente…, él también lo era”.
Sevilla, 5/IX/2016
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