El estribillo modificado de esta canción nos enseña de forma muy didáctica que no todo lo que nos ocurre comienza o termina en una enfermedad mental sino que la adversidad está muy presente en nuestras vidas y no sabemos en muchas ocasiones que hacer con ella, aunque acabemos etiquetando nuestro malestar social con una categoría de enfermedad mental recogida en el prestigioso DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales). Es la pura realidad social que nos rodea, porque hemos abandonando el entrenamiento ante la denominada “adversidad” que es tan consustancial con la existencia humana. Y la industria farmacéutica con su poderosa maquinaria mercantil, acaba generando la respuesta ante una necesidad que en muchas ocasiones puede ser ficticia ante la falta de entrenamiento en el abordaje de muchos malestares individuales y sociales que crean desajustes de “normalidad”.
En 1975 leí un libro, Némesis médica. La expropiación de la salud, que he recuperado hoy de mi biblioteca y que me marcó durante años por varias razones de índole ética. Lo conservo como oro en paño (con la sobrecubierta de plástico en muy buen estado), porque me enseñó grandes reflexiones sobre la realidad de la enfermedad en el siglo XX: “La medicina institucionalizada ha llegado a convertirse en una grave amenaza para la salud. La dependencia respecto a los profesionales que atienden la salud influye en todas las relaciones sociales. En los países ricos ha alcanzado proporciones morbosas; en los países pobres está ocurriendo rápidamente lo mismo. Hay que reconocer el carácter político de este proceso al que denominaré medicalización de la vida”. Illich analiza este fenómeno al que denomina “Némesis médica” como el conjunto de tres acciones yatrogénicas, clínica, social y estructural, que culminan en una indefensión del ser humano a atenderse por sí mismo, sin tener que recurrir a una determinada medicina. Es lo que ocurre en la actualidad con determinados desajustes sociales que son tildados de enfermedades mentales.
El pasado domingo lo comprendí perfectamente, leyendo en la edición digital del diario El País, una entrevista a Allen Frances, Catedrático emérito de la Universidad de Duke, con motivo de la publicación reciente de un libro suyo, ¿Somos todos enfermos mentales? (Ariel, 2014), que leeré con la atención que merece. Ante la pregunta siguiente, “En el libro entona un mea culpa, pero aún es más duro con el trabajo de sus colegas en el DSM V. ¿Por qué?”, Frances responde extraordinariamente también con sus palabras al hilo conductor de este post: “Nosotros fuimos muy conservadores y solo introdujimos dos de los 94 nuevos trastornos mentales que se habían sugerido. Al acabar, nos felicitamos, convencidos de que habíamos hecho un buen trabajo. Pero el DSM IV resultó ser un dique demasiado endeble para frenar el empuje agresivo y diabólicamente astuto de las empresas farmacéuticas para introducir nuevas entidades patológicas. No supimos anticiparnos al poder de las farmacéuticas para hacer creer a médicos, padres y pacientes que el trastorno psiquiátrico es algo muy común y de fácil solución. El resultado ha sido una inflación diagnóstica que produce mucho daño, especialmente en psiquiatría infantil. Ahora, la ampliación de síndromes y patologías en el DSM V va a convertir la actual inflación diagnóstica en hiperinflación”.
Pero lo que verdaderamente me ha causado conmoción es la siguiente reflexión: “Hemos creado un sistema diagnóstico que convierte problemas cotidianos y normales de la vida en trastornos mentales”, con la colaboración de la industria farmacéutica, en una nueva yatrogénesis estructural, del corte ya anunciado hace casi cuarenta años por Ivan Illich.
Aún así, creo que el problema es más de fondo ético y conductual. Me refiero a lo que también analiza Allen Frances, cuando aborda la realidad actual del llamado “malestar” de la vida ordinaria: “Los fármacos son necesarios y muy útiles en trastornos mentales severos y persistentes, que provocan una gran discapacidad. Pero no ayudan en los problemas cotidianos, más bien al contrario: el exceso de medicación causa más daños que beneficios. No existe el tratamiento mágico contra el malestar”. Los llamados “problemas cotidianos”, son los que han tomado una dimensión muy preocupante porque ante la ausencia de referentes sociales que nos escuchen, como ocurría con nuestros padres al recurrir a la familia o la Iglesia, se acude ahora a la única puerta abierta que se anuncia por doquier en el estado del bienestar, ¡qué paradoja!: la consulta médica o psicológica.
Y no estamos locos, lo que nos pasa es que no sabemos lo que queremos al haber perdido el norte de nuestras vidas, ante una sociedad de consumo que se asienta sobre el malestar de todos los días y sobre el que no estamos entrenados para afrontarlo como se debe. Cada vez está más de moda tener un psiquiatra o un psicólogo detrás de la puerta de nuestras vidas, pero la realidad es que no sabemos identificar bien qué significa la “normalidad” y rápidamente queremos soluciones a la carta, a nuestros problemas cotidianos: “Los fármacos son necesarios y muy útiles en trastornos mentales severos y persistentes, que provocan una gran discapacidad. Pero no ayudan en los problemas cotidianos, más bien al contrario: el exceso de medicación causa más daños que beneficios. No existe el tratamiento mágico contra el malestar”.
Hay que abordar de una vez por todas esta realidad, en la trayectoria vital del ser humano, iniciándose este proceso de reconversión ética, en definitiva, desde la infancia, garantizándose la trazabilidad educativa integral ante la adversidad, de los niños y niñas, porque estamos capacitados para ello: “Los seres humanos somos criaturas muy resilientes. Hemos sobrevivido millones de años gracias a esta capacidad para afrontar la adversidad y sobreponernos a ella. Ahora mismo, en Irak o en Siria, la vida puede ser un infierno. Y sin embargo, la gente lucha por sobrevivir. Si vivimos inmersos en una cultura que echa mano de las pastillas ante cualquier problema, se reducirá nuestra capacidad de afrontar el estrés y también la seguridad en nosotros mismos. Si este comportamiento se generaliza, la sociedad entera se debilitará frente a la adversidad. Además, cuando tratamos un proceso banal como si fuera una enfermedad, disminuimos la dignidad de quienes verdaderamente la sufren”.
Es necesario leer la entrevista completa, porque no tiene desperdicio. A mí me ha servido para recordar tiempos en los que teníamos que afrontar una realidad muy difícil en este país, pero que con la lectura de libros como el de Illich aprendíamos que otro mundo era posible, sin necesidad de consultas médicas o fármacos a la carta. Nunca he olvidado unas palabras finales de esperanza, en este libro tan querido: “Obviamente, un mundo de salud óptima y generalizada es un mundo de intervención médica mínima y sólo excepcional. La gente sana es la que vive en hogares sanos a base de un régimen alimenticio sano; en un ambiente igualmente adecuado para nacer, crecer, trabajar, curarse y morir: sostenida por una cultura que aumenta la aceptación consciente de límites a la población, del envejecimiento, del restablecimiento incompleto y de la muerte siempre inminente. La gente sana no necesita intervenciones burocráticas para amarse, dar a luz, compartir la condición humana y morir” (1).
Ser o no ser conscientes ante la aceptación de las limitaciones humanas y disfrutar de cada segundo feliz que nos regale la vida: carpe diem, esa es la cuestión. Y lo explicaba hace tiempo en un post de este blog, Frecuentando la locura: “La locura no es una señora con un gorro de puntas de las que cuelgan cascabeles, en un nuevo acto machista por asignación de este rol pérfido a la mujer. La locura puede ser entendida en su sentido más noble como la capacidad de alternar la crudeza de la vida diaria con el bienestar personal, mediante “lecturas especiales/ideales” de lo que está ocurriendo (2), aunque si la naturaleza humana no responde a las necesidades diarias, la gracia nunca puede presuponer lo que naturaleza no da (gratia non datur, natura dispensatur). El famoso cuento del violín, escrito por Federico el Grande, lo resume muy bien: la vida me pide, a veces, que toque el violín solo con tres cuerdas, luego con dos, luego con una [cada una, cada uno que ponga otro nombre a las cuerdas de su locura…], pero los resultados son obvios, la locura crece:
Os pido, si os place, que este cuento
Os enseñe, queridos amigos,
Que por grande que sea el talento
El arte no se basta sin los medios
Sevilla, 30/IX/2014
(1) Illich, Ivan (1975). Némesis médica. La expropiación de la medicina. Barral Editores: Barcelona, p. 218.
(2) Manguel, Alberto (2006). Nuevo elogio de la locura. Barcelona: Lumen. Manguel define así a un lector ideal, junto a otras muchas definiciones: “Robinson Crusoe no era un lector ideal. Lee la Biblia para hallar respuestas. Un lector ideal [de lecturas especiales] lee para encontrar preguntas” (los corchetes son míos).
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