
Sevilla, 2/V/2021
Dedicado a mis «paisanos del alma» de la Comunidad de Madrid, en el último día de su campaña electoral, porque aquella tierra me permitió crecer desde mi niñez rediviva en un modo de pensar diferente, que me enseñó a hablar con un acento democrático especial que no olvido. Para que se entienda bien, viajando siempre en la amura de babor, la de la izquierda del barco imaginario de Saramago que nos descubrió en su cuento de «La isla desconocida».
En el mes de junio de 2010 escribí en este cuaderno digital un artículo sobre el poder de la palabra. Vuelvo a recordarlo hoy, íntegramente, porque me duele especialmente el descrédito que sufre la palabra en los momentos actuales, por la utilización espuria de la misma en todos los ámbitos de proyección posibles, siendo el bien más preciado del ser humano desde el momento en que sabemos por la ciencia que fuimos capaces de hablar para entendernos entre nosotros mismos y con la gente.
He crecido en la cultura solidaria de la lucha social para el beneficio del bien común y del interés general, fielmente aferrado a la palabra revolucionaria que transforma el desorden social, tal y como lo aprendí de determinadas ideologías y por una clase magistral de Blas de Otero. Antes, apoyado en una creencia religiosa, porque me dijeron que en el principio era la Palabra. Muchos años después, creyendo que nos queda su poder, porque aunque la historia y ahora la pandemia se hayan llevado muchas vidas por delante, el tiempo y todo lo que vamos abandonando poco a poco, incluso alzar la voz en nombre de los que menos tienen, sigo estando convencido y defendiendo con ardor guerrero, que nos queda la palabra. Además, si a veces sufrimos mucho por lo que está pasando políticamente en este país, a modo de un perfecto mundo al revés, sé que me queda la palabra.
Ahora, cuando veo la crispación en la campaña electoral de la Comunidad de Madrid, sigo abriendo mis labios como puedo y transcribiendo lo que me gustaría decir alto y claro a través de estas palabras, sintiendo más que nunca que, aplicando el principio de realidad, me sigue quedando la fuerza de la palabra. Porque todos no dicen ni decimos lo mismo y la palabra, al fin, para bien o para mal, nos delata. Lo sabemos porque la sabiduría popular nos ha transmitido, a lo largo de los siglos, que por la boca muere el pez. Aprendamos la lección.
¡Primero que nada, quisiera pedirles disculpas, por la interrupción!
Así empezaban los vendedores ambulantes de los autobuses de Santiago de Chile, en los primeros años de este siglo, elevados a un pedestal humano, afortunadamente, a través de una película que siempre busqué desesperadamente: El poder de la palabra, en defensa de su trabajo digno cuando estaba a punto de desaparecer. Poco a poco, avanza la vida de cada una, de cada uno, vamos perdiendo ilusiones, pequeñas cosas, seres queridos, proyectos, salud, dinero en tiempos de crisis, el amor auténtico, y la realidad es que encuentro a muy pocas personas que valoren este recurso inagotable hasta que un día desaparece el control que tenemos sobre el mismo y que mientras vivimos nos puede devolver libertad humana: la palabra. Para una persona, como en mi caso, que tantas veces ha investigado por qué somos inteligentes, por qué hablamos, el asombro, del que hablaba Aristóteles que solo nos corresponde a los seres humanos, estriba en conocer cada día mejor el poder de la palabra.
¡Pero vengo a ofrecerles un estupendo producto para la sociedad en su conjunto!
Con estas maravillosas palabras de los vendedores en los autobuses chilenos, quiero hablarles de la palabra, un producto de la evolución humana que solo se encuentra en las personas, como resultado de un trabajo de relojería suiza en el cerebro, porque estamos programados para hablar, desde nuestra concepción. Así lo analicé en un post que escribí en este cuaderno, ¿Por qué hablan las personas?, el 13 de abril de 2008: “Sin lugar a dudas, entre otras razones entrelazadas entre sí, por culpa de FoxP2, el gen que, con un juego de palabras más o menos acertado, mejor se expresa. El cerebro vuelve a maravillarnos de nuevo hoy, a través del conocimiento científico del gen FoxP2, que me permite volver a centrar el foco de interés cerebral en la génesis y desarrollo de la habilidad del lenguaje humano, gracias a la expresión correcta y ordenada de este gen”. Y citaba también a Gary Marcus, “que está en los cielos de la investigación actual más solvente, mi autor de los últimos meses, por su interesante aportación a la investigación del cerebro desde la genética, con una reflexión impresionante: “lo que hace interesantes a los humanos no es el hecho de las palabras en sí mismas, sino poder aprender y crear nuevas palabras”. Y revolucionó el auditorio con una sentencia espectacular: el lenguaje es un parche similar a la columna vertebral, un mal diseño de la evolución para soportar el peso del cuerpo. Y lo que señalaba anteriormente como anécdota también es una preocupación para Marcus: el rol de la memoria en los procesos lingüísticos y del habla, sobre todo en los bebés y en la primera infancia, como presunta contaminante de estos maravillosos procesos, aunque el equipo fonador de la niña de Dikika (su pequeño hueso hioides) nos demuestre de forma terca que el punto alfa de la inteligencia que se expresa mediante el gen FoxP2 ya estaba allí”.
¡Se trata de un práctico y útil recurso indispensable para alcanzar la ansiada modernidad!
He forzado un poco la frase del vendedor habitual chileno, pero solo quiero dejar constancia del valor de la palabra, porque la realidad es que es de los pocos recursos que nos quedan en nuestros ecosistemas personales e intransferibles, para mucho tiempo, si sabemos cuidarlo. Algunos, como los Académicos de la Lengua, todos los días la limpian, la fijan y le dan esplendor. Otros, la pronuncian solo para ofender a sus seres más queridos o a los ciudadanos de calle. Los de aquí y allí la utilizan para alcanzar diálogos a veces imposibles. Pero todos y todas anhelamos pronunciarlas alguna vez en la vida para que sepan los demás que existimos y que vivimos desesperadamente. Queremos que nos escuchen los demás, aunque sea recomendable cuidar el arte de callar, cuando no tenemos casi nada que decir (Solo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio. El Arte de callar, Abate Dinouart. Principio 1º, necesario para callar). Y aunque anuncié la palabra como un práctico y útil recurso indispensable para alcanzar la ansiada modernidad, es verdad que podemos ser modernos gracias a que nuestros antepasados evolucionaron para que hoy tuviéramos este recurso maravilloso: “Todavía me sobrecoge el descubrimiento de Selam (paz), la niña de Dikika [1], al que dediqué un post específico, cuando se valoró la localización de su hueso hioides como un hallazgo trascendental para conocer el origen del lenguaje en el “equipo” de fonación pre-programado en los seres humanos, a diferencia de los chimpancés y macacos más próximos en nuestros antepasados (siempre se ha dicho -desde el punto de vista científico y hasta con cierto desdén- que los monos no hablan): “Y lo que me ha llamado la atención poderosamente, desde la anatomía de estos fósiles, ha sido el hallazgo de un hueso, el hioides [Hueso impar, simétrico, solitario, de forma parabólica (en U), situado en la parte anterior y media del cuello entre la base de la lengua y la laringe], que es el auténtico protagonista, porque su función está vinculada claramente a una característica de los homínidos: el hioides permite fosilizar el aparato fonador, es decir, hay una base para localizar la génesis del lenguaje, aunque tengamos que aceptar que el grito fuera la primera seña de identidad de los australopitecus afarensis”. Nunca sabremos si Selam, que cumpliría hoy tres mil millones, trescientos mil años, dijo alguna vez ¡mamá!, aunque su hueso hioides nos permite vislumbrar que sí habló”.
Por ello, siempre puedo repetir unas palabras que aprendí de Blas de Otero en el principio de los tiempos revueltos de nuestro país, antes de vivir en democracia, que tengo grabadas en mi cerebro para poder expresarlas en la actual crisis global y existencial de la ansiada modernidad que nos prometen determinados charlatanes de turno, que no aquellos vendedores chilenos:
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.
(Publicado el 5 de junio de 2010 y actualizado hoy con pequeñas modificaciones)
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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