¿Llevamos todos un cazador-recolector, que habla, dentro del cerebro?

Selam, la niña descubierta en Dikika (Etiopía), en 2000, por el profesor Zeresenay Alemseged, que cumpliría hoy tres millones, trescientos veintidós mil años de edad.

Sevilla, 11/IX/2022

Navegando por el mar proceloso de cada día, revuelto y bravo, he llegado a una isla muy interesante para comprender qué nos pasa, porque la verdad sea dicha, lo que de verdad sabemos es que no sabemos lo que nos pasa. O sí, si atendemos a descubrimientos científicos recientes como los que se narran en un libro de interés actual, Guía del cazador-recolector para el siglo XXI. Cómo adaptarnos a la vida moderna (1),  del que recojo su sinopsis para no adelantar acontecimientos lectores o lo que llaman ahora, hacer un espóiler: “Vivimos la época más próspera de toda la historia de la humanidad y, sin embargo, la mayoría de las personas están más desganadas, enfadadas y deprimidas que nunca. ¿Qué explicación lógica cabe? Más aún, ¿qué podemos hacer para cambiar esta tendencia? Heying y Weinstein, pareja y biólogos evolutivos ambos, nos explican que nuestros males nacen de la disonancia entre el mundo moderno y nuestros cerebros y cuerpos ancestrales. Hemos evolucionado para vivir en clanes, pero en la actualidad la mayoría de la gente ni siquiera conoce el nombre de sus vecinos. Hemos sobrevivido gracias al sexo, y ahora ponemos en duda su misma existencia. La educación, la alimentación o el sueño han obedecido siempre a hábitos que han sobrevivido milenios y que ahora nos permitimos alterar o cuestionar. Guía del cazador-recolector para el siglo XXI rompe con el discurso políticamente correcto y nos ofrece principios claros y prácticos para ayudarnos a tener una vida más feliz y próspera”.

En nuestros cerebros está la clave de nuestra existencia desde los antepasados más remotos, como vengo demostrando en este cuaderno digital en artículos de divulgación sobre las estructuras del cerebro, una caja mágica que nos sorprende a diario. Sobre este principio científico no tengo duda alguna, pero nos enfrentamos todavía a la altura de este siglo con una realidad clara y constatada en laboratorio: no conocemos casi nada de su funcionamiento y, mucho menos, de lo que supone en la actualidad la enfermedad mental, que hace que no seamos felices y que se sufra mucho incluso para llevarnos a “quitarnos la vida”, con cifras alarmantes en la actualidad y a pesar de las inversiones millonarias destinadas a tal fin por determinadas entidades científicas.

A través de trece capítulos se desgrana la realidad de cómo vivieron nuestros antepasados y cómo el cerebro ha ido grabando lo que ha ocurrido durante millones de años hasta nuestros días: el nicho humano, una breve historia del linaje humano, los cuerpos antiguos en un mundo moderno, la medicina, la comida, el sueño, el sexo y el género, la paternidad y relaciones, la infancia, la escuela, el paso a la edad adulta, la cultura y la consciencia y, finalmente, la cuarta frontera, nos llevan a identificar bien a nuestros antepasados y su forma de enfrentarse a diario a la vida. La explicación sobre el nicho humano es de una calidad excepcional y personalmente me ha deslumbrado en esta búsqueda de islas desconocidas que nos permitan comprender la realidad de lo que está pasando y estamos viendo a diario: “Nuestra especie es inteligente y bípeda, social y alegre. Hacemos herramientas, cultivamos la tierra, creamos mitos y relatos mágicos. Nos hemos reinventado en momentos y lugares distintos, en multitud de ocasiones, y hemos aprendido a dominar un hábitat tras otro. Hay muchos factores que definen una especie: su forma y función, su genética y desarrollo, su relación con otras especies… Pero quizás el rasgo que más define a una especie es su nicho: la forma concreta en que interactúa con su entorno y encuentra el modo de vivir en él. Si nuestra experiencia y geografía son tan amplias, ¿cuál es exactamente el nicho humano? Al observar la evolución de nuestra especie, parece que hemos eludido una ley fundamental de la naturaleza: quien mucho abarca poco aprieta. Habitualmente, para dominar cualquier nicho, las especies tienen que especializarse y sacrificar amplitud y generalidad. La necesidad de especializarse impide ser polifacético. Es un principio tan universal que, a juzgar por los documentos escritos (uno de los primeros ejemplos es una crítica de 1592 al actor convertido en dramaturgo William Shakespeare), lleva invocándose más de cuatro siglos. El refrán «quien mucho abarca poco aprieta» se aplica en muchos campos, de la ingeniería al deporte, pasando por la ecología, y, por lo menos en ese sentido, las especies son como las herramientas: cuantas más cosas hacen, peor es su resultado. Y aun así, aquí estamos, abarcando casi todas las disciplinas imaginables y, a la vez, habitando casi todos los hábitats de la Tierra. Nuestro nicho es prácticamente ilimitado y, cuando encontramos cualquier obstáculo, nos lanzamos a intentar superarlo casi de inmediato. Es como si no creyéramos en la existencia de una última frontera. El Homo sapiens no solo es excepcional. Somos excepcionalmente excepcionales. No tenemos rival en cuanto a adaptabilidad, ingenio ni capacidad de explotación; en el transcurso de cientos de miles de años nos hemos especializado en todo. Gozamos de la ventaja competitiva de ser especialistas, pero no pagamos el coste habitual de la falta de amplitud”.

Es apasionante la lectura de este libro, pero lo que de verdad me ha sobrecogido siempre fue descubrir que lo que verdaderamente nos hizo humanos, poder hablar y relacionarnos sin gritos ni gruñidos. Me refiero a la noticia que en 2006 saltó al mundo científico por el descubrimiento de restos óseos en Dikika (Etiopía), en 2000, que pertenecían al esqueleto de una niña, a la que se puso el nombre de Selam (paz), confirmándose en aquel momento, mediante pruebas científicas, que cumpliría tres millones, trescientos mil años. Fue un descubrimiento extraordinario porque según manifestó en aquél momento Zeresenay Alemseged, paleoantropólogo etíope del Instituto Max-Planck de Leipzig, en Alemania: “son los restos más completos jamás encontrados hasta la fecha en la familia de los australopitecos”. El esqueleto se montó como un puzle humano, pieza a pieza, hueso a hueso, desde su descubrimiento en el periodo comprendido entre 2000 y 2003, faltando sólo la pelvis, la zona baja de la espalda y parte de las extremidades.

Curiosamente, Yves Coppens, descubridor de Lucy, vecina de Selam, en Dikika, reforzó la importancia de este descubrimiento porque “el mayor interés cuando se descubre un niño es que muestra mejor que un adulto los caracteres genéticos de la especie y permite observar elementos de base porque la acción del medio sobre la persona no se manifiesta todavía. Por eso, el descubrimiento es extremadamente importante. El estudio confirma el carácter bípedo y arborícola de Lucy, a través de estos dos esqueletos que, entre paréntesis, son los más completos de los australopitecos descubiertos”. En el momento de este descubrimiento excepcional, hubo un gran debate científico sobre las largas extremidades superiores de la especie a la que pertenecían Lucy y Selam, facilitadoras para subir a los árboles y alimentarse, y que posiblemente estuvieran situadas en un callejón sin salida morfológico, en clave evolutiva y teilhardiana, que he comentado también en este cuaderno digital. Por mi especial dedicación científica al estudio del cerebro, me ha impresionado siempre la realidad de su capacidad craneal, analizada con técnicas de imagen, para poder calcular la fecha de su nacimiento y su base evolutiva para alcanzar el desarrollo que tiene la corteza cerebral actual. Selam, una niña de unos tres años de edad, tendría una capacidad cerebral en torno a los 300 centímetros, mientras que la de nuestra especia ronda los 1.400 centímetros cúbicos. Comenzaba a desarrollarse el cerebro. Y lo que me llamó la atención poderosamente, desde la anatomía de estos fósiles, fue el hallazgo de un hueso, el hioides (2), que es el auténtico protagonista de este descubrimiento científico, porque su función está vinculada claramente a una característica de los homínidos: el hioides permite fosilizar el aparato fonador, es decir, hay una base para localizar la génesis del lenguaje, aunque tengamos que aceptar que el grito fuera la primera seña de identidad de los australopitecus afarensis, algo que, por cierto, permanece casi intacto en el cerebro actual.

El libro de Heying y Weinstein, comienza con la localización de un nicho humano donde comenzó la historia jamás contada de la aparición de humanos, para desarrollar su investigación, llamado Beringia, una masa de tierra cuatro veces más grande que California que conectaba con Alaska al este y con Rusia al oeste”, donde “Las mejores estimaciones actuales indican que la migración tuvo lugar hace al menos 15.000 años. Puede que incluso más. Según cómo fuera ese manto de hielo, es posible que no pudieran desembarcar de forma permanente hasta llegar mucho más al sur, como mínimo hasta lo que es hoy la ciudad de Olympia, en el estado de Washington, donde acababan los glaciares. Al sur y al este de Olympia se abrían extensiones de tierra de inimaginable magnitud y variedad, rebosantes de hermosos paisajes verdes. Había animales exquisitos y carismáticos, pero no personas. Los humanos estaban a punto de explorar esos territorios por primera vez”. Junto a esta realidad de los 15.000 años, escribí en 2006 que hace doscientos mil años que la inteligencia humana comenzó su andadura por el mundo. Los últimos estudios científicos nos aportan datos reveladores y concluyentes sobre el momento histórico en que los primeros humanos modernos decidieron abandonar África y expandirse por lo que hoy conocemos como Europa y Asia. Hoy comienza a saberse que a través del ADN de determinados pueblos distribuidos por los cinco continentes, el rastro de los humanos inteligentes está cada vez más cerca de ser descifrado (2) . Los africanos que brillaban por ser magníficos cazadores-recolectores, decidieron hace 50.000 años, aproximadamente, salir de su territorio y comenzar la aventura jamás contada. Aprovechando, además, un salto cualitativo, neuronal, que permitía articular palabras y expresar sentimientos y emociones. Había nacido la corteza cerebral de los humanos modernos, de la que cada vez tenemos indicios más objetivos de su salto genético, a la luz de los últimos descubrimientos de genes diferenciadores de los primates, a través de una curiosa proteína denominada “reelin” (3).

Algo tuvo que ocurrir en el nacimiento de la vida humana, trascendental y aún por descubrir, para que nuestros antepasados, a los que hoy situamos en una primera referencia, Selam, la niña de Dikika, comenzaran a caminar de forma bípeda y a desarrollar el cerebro. La gran pregunta surge al saber que junto a los fósiles de Selam y de Lucy se han encontrado también restos de hipopótamos y cocodrilos, lo que aventura pensar que Selam fue una niña feliz en un medio fértil y adecuado a sus necesidades. Algo tuvo que ocurrir, cuando sintieron la necesidad de salir de su tierra y de su parentela para buscar comida y una habitabilidad mayor. Para no amargarnos demasiado, desde el punto de vista científico y a las pruebas científicas me remito, media un tiempo impresionante entre Selam y los primeros aventureros, hace doscientos mil años, que empezaron a crear el mundo habitado. La diferencia del cerebro no es tan evidente, si la comparamos con el paso de los millones de años. Ahí está la llave del secreto de esa niña a la que pusieron un nombre simbólico en territorio musulmán: Paz.

Es verdad que en nuestro cerebro se guardan muchos misterios de nuestros antepasados y cada día sabemos más cosas sobre él, pero si hay algo maravilloso que nos diferencia del reino animal es que poseemos la capacidad de hablar y expresar así nuestros sentimientos y emociones. Lo que tengo que confesar que me preocupó mucho cuando lo supe es que también conservamos un cerebro reptiliano, que es probablemente el que justificaron nuestros antepasados como responsable del mal ético a través de la serpiente en el relato de la creación. Ante la realidad de que después de este largo recorrido humano a lo largo de millones de años se evidencie que no somos felices y que estamos sufriendo de forma virulenta los varapalos de la enfermedad mental en múltiples manifestaciones, creo que la propia necesidad cerebral de autoformarse a lo largo de la vida, con más de cien mil millones de posibilidades (neuronas) de hacer cosas y sentir nuevas vibraciones de sentimientos y emociones, acotadas en el tiempo vital de cada persona, son un reflejo de que las estructuras del cerebro necesitan a veces esperar, con más o menos paciencia aprendida o inducida genéticamente, para que nos mostremos tal y como somos, para que alcancemos nuestros proyectos más queridos y deseados, porque oportunidades tenemos de forma personal e intransferible a través de una estructura que dignifica por sí mismo a cada ser humano: la corteza cerebral que venció al cerebro original de los reptiles, otorgándonos genéticamente la posibilidad de ser inteligentes. Y la posibilidad de hablar, cazar y recolectar, por este orden. Es verdad lo que tantas veces he afirmado: nos queda la palabra… y la ciencia que, en la actualidad, también la tiene. Llegará el día en este siglo, al que denomino «el siglo del cerebro», en el que se descubran todas sus estructuras y funciones, y podamos saber por primera vez por qué no somos felices y por qué enfermamos mentalmente, a pesar de todo. Una maravilla, porque habrá remedio para tanto dolor y sufrimiento.

(1) Heying, Heather y Weinstein, Bret, Guía del cazador-recolector para el siglo XXI. Cómo adaptarnos a la vida moderna, 2022, Barcelona: Planeta, traducción de Àlex Guàrdia Berdiell.

(2) Hueso impar, simétrico, solitario, de forma parabólica (en U), situado en la parte anterior y media del cuello entre la base de la lengua y la laringe.

(3) Sreeve, J. El viaje más largo, National Geographic, 2006, Marzo, 2-15.

NOTA: la imagen se ha recuperado hoy de https://www.mirror.co.uk/news/world-news/33million-year-old-remains-baby-10477847

UCRANIA, ¡Paz y Libertad!

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓNJosé Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

A %d blogueros les gusta esto: