
Sevilla, 30/XI/2021
“La esencia de hacer dedos está enterrada en la aleta de los peces”, ha manifestado recientemente el biólogo Javier López-Ríos, del Centro Andaluz de Biología del Desarrollo (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Universidad Pablo de Olavide), en Sevilla. Esta maravillosa aventura comenzó en 1993, “cuando ocurrió uno de los episodios más extravagantes de la historia de la genética. Un ser humano está compuesto por unos 30 billones de células. Cada una de ellas, sea del pie o del cerebro, lleva en su interior un mismo manual de instrucciones: una molécula de ADN dividida en unos 20.000 genes, con las directrices para que cada célula sepa qué tiene que hacer. Aquel año de 1993, el genetista estadounidense Robert Riddle descubrió un nuevo gen y decidió bautizarlo Sonic, como el erizo azul de los videojuegos de Sega, porque al inactivarlo en las moscas estas presentaban una especie de extraños pinchos” (1).
El gen Sonic hace siempre su trabajo y cuando se expresa con su manual de instrucciones en otras células, ocurre lo siguiente: “Cuando los embriones tienen los cuatro bultitos que acabarán siendo sus extremidades, el gen Sonic se activa en unas pocas células, que fabrican proteínas que viajan al resto de células cercanas y ponen en marcha el desarrollo de los dedos. Si hay pocas proteínas Sonic, se forma una mano de dos dedos. Si hay demasiadas, pueden aparecer ocho o nueve dedos en una sola mano. Otro gen, denominado Gli3, se encarga de que solo haya cinco dedos en los humanos”. Lo verdaderamente asombroso ocurrió después aquí, en Sevilla, en el laboratorio donde trabaja Javier López-Ríos cuando junto a sus colegas observaron que “al inactivar el gen Gli3 en los ratones se forman ocho dedos, en lugar de los cinco habituales. Pero su sorpresa llegó cuando apagaron el Gli3 en peces, que obviamente no tienen dedos. Los animales mutantes tenían las aletas más grandes y con más huesos. De ahí nació la frase con la encabezaba estas palabras: “La esencia de hacer dedos está enterrada en la aleta de los peces”.
Todo lo anterior tiene bastante que ver con la teoría de Neil Shubin expuesta en su obra Tu pez interior: “En abril de 2006, Neil Shubin y su equipo aparecieron en los titulares de prensa mundiales cuando dieron a conocer al Tiktaalik, un pez fósil con extremidades de 375 millones de años de edad, el eslabón perdido entre las antiguas criaturas del mar y las primeras criaturas en empezar a caminar en tierra. Sus descubrimientos fósiles han cambiado la manera en que entendíamos muchas de las transiciones clave en la evolución de las especies. En Tu pez interior (2008), Shubin desarrolla las grandes transformaciones evolutivas con una perspectiva única. Mostrando el extraordinario impacto que los 3.500 millones años de historia de la vida han tenido en el cuerpo humano, responde a preguntas básicas que nos planteamos a menudo: ¿por qué nos parecemos tanto en el interior? ¿cómo hemos llegado a ese parecido? Para entenderlo no necesitamos dirigir expediciones fósiles en el desierto de Gobi o el norte de África, basta con comparar nuestros esqueletos, órganos y genes. Cuando nos comparamos con los animales, plantas, hongos y microbios nos convertimos en una profunda evidencia de la evolución. El origen de los animales, la transición de los peces a los anfibios, el origen de los mamíferos, y muchos de los otros eventos clave de la evolución han sido capturados en nuestros genes, esqueletos y órganos”.
Todo lo manifestado anteriormente y el descubrimiento llevado a cabo en el laboratorio se puede analizar con detalle en un artículo publicado recientemente en la revista PNAS, La red reguladora del gen Shh / Gli3 precede al origen de las aletas emparejadas y revela la profunda homología entre las aletas distales y los dedos (2), que se centra en la idea que desarrollaron Neil Shubin y José Luis Gómez-Skarmeta, investigador fallecido recientemente y al que se deben estos logros científicos, al haber dedicado su carrera “a comprender cómo la secuencia genética controla la formación de los órganos en el embrión. Y también a entender cómo cambiaron esas instrucciones a lo largo de millones de años para transformar una aleta en una pata y una pata en una mano. Y, finalmente, a averiguar qué mutaciones, en esa secuencia maravillosa que dio lugar a la mano de Chopin, generan terribles malformaciones congénitas”.
Es obligado por mi parte recordar ante esta investigación, el trabajo que llevó a cabo mi mentor virtual de la adolescencia, el paleontólogo Pierre Teilhard de Chardin, hace más de cien años, que expuse como homenaje a él en mi libro Origen y futuro de la ética cerebral, concretamente en el capítulo segundo, dedicado al origen y futuro del cerebro humano, del que destaco las siguientes palabras: “Teilhard se hacía las siguientes preguntas ante esta crítica rotunda [sobre su teoría de las transiciones del mundo]: si nos ponemos así (científicamente hablando) ¿dónde está el primer sumerio, el primer griego, el primer romano, el primer coche, la primera lanzadera para tejer? Todo lo primitivo se pierde y hoy no tenemos la perspicacia de los cuentos de Pulgarcito para seguir la senda de las piedras blancas que nos lleven al tesoro. Las formas primigenias se han perdido definitivamente. Y a esto se podría responder ¿es que se han perdido las primeras pruebas para demostrar que Dios existe? Teilhard reaccionaba rápidamente: descubramos, poco a poco el libro de instrucciones de la existencia. Algo parecido a lo que hace Craig Vanter con la genómica, por ejemplo. O la nave que fotografía Venus en un striptease cósmico. Y la gran lección de este ascenso cósmico lo simboliza y demuestra Teilhard con la asunción de la realidad del sistema nervioso humano. Y sobre todo el cerebro, el gran rey de la selva por descubrir, cada vez más voluminoso y sinuoso, del tamaño de una servilleta mediana, extendida, en su córtex pensante. Y si la razón de ser de la existencia es “anímica”, para Teilhard, el gran antecedente de la biogénesis no podía ser otro que la psicogénesis, porque lo anímico era el gran proyecto ya que la gran explosión de la evolución, para conocerse a sí misma, fue el cerebro. Teilhard lo simplificaba en un ejemplo muy gráfico: el tigre no es fiero porque tiene las garras, sino al revés: tiene garras porque en su evolución natural se desarrolló en él el instinto de fiereza. Por decirlo de alguna forma, las garras vinieron después. La evolución entera es la consecuencia de la ramificación de lo psíquico. El eje de avance es una línea delgada roja anímica, no material”.
Escribí en aquél libro algo que recupero hoy cuando nos quedamos sobrecogidos con este descubrimiento de laboratorio del Centro Andaluz de Biología del Desarrollo, sobre el origen de nuestras manos: “La grandeza del ser humano radica en demostrar a través de la inteligencia que lo biológico (la biosfera) solo tiene sentido cuando va hacia adelante y se completa en la malla pensante de la humanidad, en la malla de la inteligencia (la Noosfera). En definitiva, la tesis de Teilhard radicaba en llevar al ánimo de los seres humanos la siguiente investigación: estamos “programados” para ser inteligentes. Para los investigadores y personas con fe, la posibilidad de conocer el cerebro es una posibilidad ya prevista por Dios y que se “manifiesta” en estos acontecimientos científicos. Para los agnósticos y escépticos, la posibilidad de descubrir la funcionalidad última del cerebro no es más que el grado de avance del conocimiento humano debido a su propio esfuerzo, a su autosuficiencia programada”. Además, sabemos que nuestras manos tienen una historia de más de tres millones de años, tal y como lo describió la revista Science en 2015 (3) y que dos huesos muy concretos, el hioides y la trabécula del pulgar, han sido determinantes a lo largo de la historia para hacernos más humanos, personas más libres a través de la palabra y del apretón de manos, del saludo y de la ternura de nuestros dedos. Maravilloso. Las personas tenemos manos porque en la evolución natural que describe la revista Science, se desarrollaron por los mensajes que a tal efecto les mandaba el cerebro. Es verdad, porque las manos más humanas vinieron después.
He elogiado siempre la mano humana, artífice de su evolución, porque es una de las maravillas de la naturaleza humana que junto al habla supone una evolución transcendental para las personas de hoy. Es una experiencia gratificante mirar con delicada atención nuestras manos, reparando en lo que nos aportan día a día, tanto en la vida diaria, que las necesitan para atender múltiples necesidades, como para expresar de forma maravillosa los sentimientos y emociones en momentos vitales siguiendo instrucciones de determinadas estructuras del cerebro. O cómo pasan las hojas de un libro, incluso el de la vida. O cómo permiten escribir palabras bellas e, incluso, dibujar la esencia del pez que llevan dentro.
(1) Los peces esconden manos humanas – Columna Digital
(2) Letelier et al.,The Shh/Gli3 gene regulatory network precedes the origin of paired fins and reveals the deep homology between distal fins and digits, PNAS202100575_proof.pdf
(3) Skinner, M.M., Stephens, N.B., Tsegai, Z.J., Foote, A.C., Nguyen, N.H., Gross, T., Pahr, D.H., Hublin, J.J. y Kivell, T.L. (2015). Human-like hand use in Australopithecus africanus. Science, 23, Vol. 347 no. 6220, pp. 395-399.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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