La realidad inteligente, sí señor. Todos soltamos un hilo, como los gusanos de seda. Roemos y nos disputamos las hojas de morera, pero ese hilo, si se entrecruza con otros, puede hacer un hermoso tapiz, una tela inolvidable…
Manuel Rivas, El lápiz del carpintero
Algo está ocurriendo esta semana en mi memoria de secreto, porque todos los caminos por los que transito, yendo del timbo al tambo (como decía García Márquez en sus cuentos peregrinos), se cruzan en un denominador común bien señalizado: el respeto hacia la memoria histórica de este país, en los momentos cruciales de la guerra civil en el siglo pasado, en sus antecedentes políticos, históricos y en sus consecuentes sociales de dolor y sufrimiento.
He buscado en la caja donde guardo recuerdos de lo vivido lejano y he encontrado una foto de mi padre en el frente de Extremadura en 1938, a sus veinte años, unos meses antes de resultar herido de gravedad y de arrastrar una minusvalía motora y acústica hasta su muerte a los veintisiete años, como consecuencia del bombardeo de la aviación republicana en Cabeza del Buey (Badajoz). No he podido interpretarla nunca. Precisamente, por no haber podido cruzar ninguna palabra con él, me permito darle las gracias por posar con la arrogancia y frescura de quien no entendía nada de lo que estaba pasando pero que lo tenía que pasar desgraciadamente para que la historia lo interpretara un día de forma ecuánime, con un fondo en el color sepia de la cerrazón de unos y otros. También, porque cuando respetamos la memoria histórica podemos ejercer el perdón con conocimiento y libertad. Estoy convencido que perdonar es comprender y a veces se comprende tanto que no hay nada que perdonar.
En este contexto anímico, esta mañana me he encontrado en una de las aceras de esta ciudad (las que amaba Jane Jacobs) un lápiz de carpintero, usado, hecho en España, de nombre “Carpintero”, en cursiva dorada, fabricado por Molin (Spain). Lo he asociado inmediatamente con el que conservo todavía sin haberle sacado punta alguna (desde el punto de visto físico, no intelectual y sentimental), que regalaban con la primera edición de un libro maravilloso de mi querido maestro Manuel Rivas, El lápiz del carpintero, una obra que ocupa un lugar preferente en las estanterías de mi biblioteca de toda la vida, en una sección que lleva por título: Libros para llevarse a una isla desconocida y desierta.
Rápidamente he ido al capítulo 5 del libro y he vuelto a leer, al menos tres veces, aquellas andanzas del pintor que había conseguido un lápiz de carpintero en la cárcel de la Falcona, en Santiago de Compostela, cuando su amigo Marcial Villamor, sindicalista y carpintero, se lo regaló, un lápiz de su oficio, antes de que lo mataran los paseadores que iban de caza a aquella prisión. Ese lápiz había pasado por muchas manos obreras y comprometidas y él pudo sustituir la teja con la que habitualmente pintaba por ese lápiz maravilloso en sus resultados, que más adelante explica con lujo de detalles Manuel Rivas.
Sobrecoge el entorno que crea el autor para describir cómo cuenta el pintor a sus compañeros de la Falcona lo que ha pintado en el cuaderno y donde todos están representados, es decir, quién era quién de los que estaban allí dibujados en su particular Pórtico de la Gloria. Con su lápiz de carpintero en la oreja, aplanado para no hacer daño, les explica el retrato que ha hecho de cada uno. Casal, exalcalde de Santiago de Compostela, era ahora Moisés; Pasín, miembro del sindicato ferroviario, era San Juan Evangelista. El teniente Martínez pasaba a ser San Pablo, a pesar de sus antecedentes como carabinero y concejal republicano. Y dos viejos encarcelados que les acompañaban en aquella ocasión “eran los ancianos que estaban arriba, en el centro, con el organistrum, en la orquesta del Apocalipsis. Y a Dombodán, joven e inocente, le dijo que era un ángel que tocaba la trompeta. Finalmente, otro testigo de aquella escena sobrecogedora, Da Barca, asumió en el dibujo del pintor un papel enigmático, el del profeta Daniel, que es el único “que sonríe con descaro en el Pórtico de la Gloria”.
No sé qué se ha pintado con el lápiz que he encontrado esta mañana en la calle. Lo que puedo asegurar es que la moviola de los últimos días de mi vida ha comenzado a proyectar en mi persona de secreto imágenes dibujadas por el lápiz de Manuel Rivas, comprendiendo mejor que nunca que se debe recuperar la dignidad intacta de los que luchan todos los días por alcanzar en beneficio de todos, por interés general, un mundo mejor. Los llamados imprescindibles, según Bertolt Brecht. También, he dibujado simbólicamente la militancia en el Club de las Personas Dignas, al que pertenecen millones de personas en este país, que debe ser escuchada siempre para la toma de decisiones de la sociedad organizada, de las minorías silenciosas, de los portavoces de los que menos tienen, de los que luchan hasta el final sin bajarse de las pateras de la vida, alejadas de barcos repletos de gente que disfrutan en cruceros inútiles el dolce far niente pero que no aportan nada a la sociedad. Los que escuchan La Internacional y siguen vibrando al cantarla, sabiendo lo que dicen, formando parte del grupo que estaba en la Falcona, intentando comprender lo que les decía aquel día el pintor, como protagonistas del Pórtico de la Gloria retratados con un humilde lápiz de carpintero.
Es posible que hoy pudiera dibujarse de nuevo otro Pórtico de la Dignidad, con otros rostros anónimos que luchan por la libertad de todos, con un lápiz rojo de nombre “Carpintero”, en cursiva dorada, fabricado por Molin (Spain). Lo importante es que pensemos que todo es posible en la realidad inteligente, en el mundo de internet, en la Noosfera de las Personas Dignas, mucho más universal y accesible por equidad porque “Todos soltamos un hilo, como los gusanos de seda. Roemos y nos disputamos las hojas de morera, pero ese hilo, si se entrecruza con otros, puede hacer un hermoso tapiz, una tela inolvidable…”, que podemos dibujar siempre incluso con un lápiz olvidado y rojo, de carpintero.
Sevilla, 24/V/2017
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