La escritura tiene nombre de mujer: Enheduanna

Enheduanna vivió en el reino donde se inventó la escritura, ahora llamado Irak,
y ella fue la primera escritora, la primera mujer que firmó sus palabras,
y fue también la primera mujer que dictó leyes,
y fue astrónoma, sabia en estrellas,
y sufrió pena de exilio,
y escribiendo cantó a la diosa Inanna, la luna, su protectora, y celebró la dicha de escribir, que es una fiesta, como alumbrar, dar nacimiento, concebir el mundo.

Eduardo Galeano, en Los hijos de los días

Sevilla, 9/VI/2020

Escribo con frecuencia del papel que han desempeñado las mujeres en la historia de la literatura, donde me consta que siempre han estado presentes desde la antigüedad, aunque las diferentes culturas, a través de los siglos, les hayan negado un sitio en los lugares de edición y conservación. Si las bibliotecas han sido denominadas con gran acierto, clínicas del alma, las mujeres han sido las doctoras del alma contemporánea con la sociedad en las que estaban inmersas, que aportaban su visión de lo que estaba pasando en sus vidas, en cada momento, con una calidad que todavía hoy nos asombra.

He comenzado con esta declaración de principios a favor de las mujeres que han escrito y escriben en la actualidad, reforzado por unas palabras que he escuchado con atención reverencial, pronunciadas con un encanto especial por la escritora Irene Vallejo, bajo un título demoledor y acusador implacable por el comportamiento que hemos tenido con mujeres extraordinarias que nunca se citaban por los hombres de su época: Las mujeres en la historia de los libros: un paisaje borrado. Conviene escucharla con la atención y respeto que merece, sobre todo porque da una visión esperanzadora de cómo podemos alcanzar el conocimiento actual de las mujeres que desde el siglo III antes de Cristo ya estaban presentes, escribiendo para el mundo y en su cultura sumero-acádica, porque allí empezó la historia escrita de la existencia humana hasta nuestros días.

Su exposición forma parte de una exposición más completa en relación con el mundo apasionante y apasionado de los libros, que se puede ver y escuchar también con detalle, con un título cautivador: Una declaración de amor a los libros. No me extraña el éxito de su libro, El infinito en un junco, porque es un canto junto y necesario de homenaje a cuantas personas, a lo largo de los siglos, “han hecho posible, han protegido y han salvado los libros”.

Irene Vallejo cuenta que las mujeres fueron las narradoras más antiguas, porque permanecían en sus casas por imperativo del guion de la historia y mantenían vivos los relatos aparentemente creados por los hombres, cuando la realidad es que hay algo en común cuando se estudia la historia de las mujeres escritoras en la antigüedad, utilizando frecuentemente metáforas relacionadas con el mundo de la costura: urdir una trama, el hilo conductor, nudo de una historia, desenlace de una narración, etc. En los primeros tiempos de la historia de la humanidad, piensa que las mujeres, mientras cosían, se contaban cuentos, historias, vivencias personales que luego se fueron transmitiendo en la oralidad que hasta ahora solo centraban en el papel del hombre que cuenta o narra, cuando la realidad nos lleva a comprobar que esto no era así.

Para demostrar sus hipótesis reveladoras del importante papel de las mujeres narradoras en la historia de la humanidad, cita a Enheduanna, la primera mujer escritora en el sentido estricto del término, que además firmaba todas sus obras en tablillas de arcilla, una sacerdotisa acadia cuyo nombre se podría traducir -con ciertos márgenes de libertad- la alta sacerdotisa de la Luna, un título con matices poéticos sin lugar a dudas, dado que sus principales obras escritas en arcilla son poesías de un contenido religioso, básicamente himnos.

Es un placer escuchar a Irene Vallejo. Un regalo en esta recta final de la desescalada, como homenaje a centenares y miles de mujeres narradoras en esencia, que nunca fueron reconocidas por la humanidad que cuidaba solo la genealogía de los varones y sus consecuencias existenciales. Lo afirmé cuando un día ya lejano dediqué en este cuaderno digital unas palabras a Zenobia Camprubí Aymar, la inseparable compañera de Juan Ramón Jiménez, porque salvando lo que haya que salvar, nunca figuró en la historia de la literatura y en el puesto que se merecía, por su sempiterno segundo plano en la vida y obra del poeta, como afirmaba Andrés Trapiello cuando se publicó el tercer tomo de su Diario: “estamos ante una obra donde no cabe mayor seriedad: han sido dictados por la consciencia y por la paciencia, es decir, por un pensar y un padecer únicos y muy hondos”. Zenobia sigue siendo una gran desconocida para el gran público, porque todos los honores se los llevó siempre Juan Ramón, pero la lectura de su obra diaria ha permitido recuperar la autenticidad y grandiosidad de esta mujer culta, inteligente, sensible, compañera, amiga y enfermera sempiterna de “su único hijo, Juan Ramón”, en un amor correspondido a su manera y que se traduce con exactitud existencial en su dedicatoria a los diarios: “A Zenobia de mi alma, de su Juan Ramón, que la adoró como la mujer más completa del mundo, y no pudo hacerla feliz” J.R. Sin fuerza ya”. La escritura, en este caso, también tuvo nombre de mujer: Zenobia.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja para ninguna empresa u organización religiosa, política, gubernamental o no gubernamental, que pueda beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de jubilado.