Los cuervos nos enseñan a abrir los ojos ante el ataque ajeno

Geraldine Chaplin y Ana Torrent en Cría Cuervos, 1976, dirigida por Carlos Saura

Sevilla, 13/VII/2022

Parto de la base al escribir estas líneas de que los cuervos tienen muy mala fama y así nos lo han contado desde la niñez, pero estoy convencido de que a veces todo depende del relato que me han contado o cuentan en la actualidad, incluso alguno de cuervos. En una palabra, del cuentacuentos de turno. De cualquier manera, sigo pensando que al igual que pasa con las bicicletas, según Fernando Fernán Gómez, unos buenos relatos puede que sean para este verano algo imprescindible. Lo manifiesto así, porque una publicación reciente de Will Storr, La ciencia de contar historias. Por qué las historias nos hacen humanos y cómo contarlas mejor, nos puede ayudar a comprender esta necesidad primigenia del ser humano, la necesidad de creer en algún relato que justifique la vida, algo que ha perdurado a lo largo de los siglos con el relato de la creación o con la doctrina del evolucionismo de Darwin, que tantos disgustos ocasionó a los creacionistas nativos, fundamentalmente por las consecuencias que ha traído. Son dos relatos diferentes, en la dialéctica tan humana de creencia y ciencia, cada una con sus cadaunadas históricas. La sinopsis del libro nos aclara este punto de partida: “Las historias moldean lo que somos, desde nuestro carácter hasta nuestra identidad cultural, nos impulsan a realizar nuestros sueños y ambiciones y dan forma a nuestra política y nuestras creencias. Las utilizamos para construir nuestras relaciones, para mantener el orden en nuestros tribunales, para interpretar los acontecimientos en nuestros periódicos y medios de comunicación social. Contar historias es una parte esencial de lo que nos hace humanos. Ha habido muchos intentos de descifrar lo que constituye una buena historia, desde las teorías de Joseph Campbell hasta los recientes intentos de descifrar el «código del best seller». Pero pocos han utilizado un enfoque científico. Para entender la narración de historias en su sentido más amplio, primero debemos comprender al narrador por excelencia: el cerebro humano. Aplicando una deslumbrante investigación psicológica y la neurociencia más vanguardista, Will Storr demuestra cómo nos manipulan los maestros de la narración, en un viaje que va desde las escrituras hebreas hasta Mr. Men, desde la literatura ganadora del Premio Booker hasta la televisión de pago, desde el drama griego hasta las novelas rusas y los cuentos populares de los nativos americanos”.

Si importante es el hilo conductor de esta interesante publicación, más lo ha sido al detenerse en los relatos que han justificado siempre el bien y el mal, sobre todo este último, del que el Génesis es una muestra definitiva para la historia de la humanidad, porque del relato de la creación vienen estos lodos actuales de historias que se montan para que las crea la humanidad aunque en su mayoría sean falsas, digámoslo claramente, incluso la del Génesis, que por muchos ni se toca. Llevo bastantes años aproximándome a un dilema que nos aprisiona en vida, cuando la realidad es que lo que lo justifica no dejan de ser meros relatos fantásticos a lo largo de la historia de la humanidad: ¿por qué somos buenos o malos?, o mejor, ¿por qué actuamos bien o mal?, incluso con extrema violencia, o peor todavía ¿por qué cuando queremos hacer las cosas bien, salen mal, y además nos auto inculpamos o lanzamos las responsabilidades hacia los demás, sin com-pasión [sic] alguna? Los que hemos crecido en entornos nacional-católicos, apostólicos y romanos, lo teníamos fácil, en principio. Esas preguntas, que son terrenales para las iglesias, solo tienen una respuesta clara y contundente en la católica y la judía: la responsabilidad de actuar mal, cuando lo tuvimos todo a favor, para actuar bien, es de nuestros antepasados, Adán y Eva, que comieron de una manzana prohibida y desde entonces no hacemos otra cosa que sufrir el mal por todas partes. Así de sencillo (?). La verdad es que hemos crecido desentendiéndonos poco a poco de estos esquemas, sin que Dios, curiosamente, nos recogiera a tiempo…, con escapadas históricas y lógicas hacia otro tipo de razonamientos, como los que Galileo, Darwin, Einstein y tantos otros científicos nos ofrecieron para justificar razones de la razón para comprender mejor nuestra existencia, la ética de nuestro cerebro. Hoy, con la investigación exhaustiva de las estructuras cerebrales, con medios poderosos de laboratorio, nos atrevemos a hacer la pregunta sobre si la ética cerebral es instinto o aprendizaje, dejando la manzana maligna al margen, con el ardor guerrero de intentar encontrar respuestas coherentes con la inteligencia humana, con absoluto respeto a todas las personas que les sigue viniendo bien creer en la irresponsabilidad maldita de Adán y Eva, un relato magníficamente construido para acallar conciencias inquietas.

Como ya he manifestado en este cuaderno digital, el gran relato de la creación es una maravillosa aventura para dejar de lado, definitivamente, el relato del drama (¡con perdón!) de la serpiente malvada y la fruta prohibida, la manzana, sobre la que la Biblia nunca habla de ella, tal como se recogió en la famosas diez líneas del libro del Génesis, en la tríada serpiente/Adán/Eva (nunca la manzana), que son “la quintaesencia de una religión que ha dado vueltas al mundo y ha construido patrones de conducta personal y social. Y cuando crecemos en inteligencia y creencias, descubrimos que las serpientes no hablan, pero que su cerebro permanece en el ser humano como primer cerebro, “restos” de un ser anterior que conformó el cerebro actual. Convendría profundizar por qué nuestros antepasados utilizaron este relato “comprometiendo” al más astuto de los animales del campo [en un enfoque básicamente machista de la ética del cerebro humano]. Sabemos que el contexto en el que se escriben estos relatos era cananeo y que en esta cultura la serpiente reunía tres cualidades extraordinarias: “primero, la serpiente tenía fama de otorgar la inmortalidad, ya que el hecho de cambiar constantemente de piel parecía garantizarle el perpetuo rejuvenecimiento. Segundo, garantizaba la fecundidad, ya que vive arrastrándose sobre la tierra, que para los orientales representaba a la diosa Madre, fecunda y dadora de vida. Y tercero, transmitía sabiduría, pues la falta de párpados en sus ojos y su vista penetrante hacía de ella el prototipo de la sabiduría y las ciencias ocultas. (…) Estas tres características hicieron de la serpiente el símbolo de la sabiduría, la vida eterna y la inmortalidad, no sólo entre los cananeos sino en muchos otros pueblos, como los egipcios, los sumerios y los babilonios, que empleaban la imagen de la serpiente para simbolizar a la divinidad que adoraban, cualquiera sea ella” (1). Queda claro que la manzana fue harina del costal católico, apostólico y romano, por más señas.

El biólogo evolucionista Marc Hauser, que ha trabajado en los últimos veinticinco años sobre esta aproximación científica de la que he hablado anteriormente, sobre el que ya hice alguna presentación en un post de este cuaderno, Ética del cerebro, dice en su libro “La mente moral”, algo apasionante: “hemos desarrollado un instinto moral, una capacidad que surge de manera natural dentro de cada niño, diseñada para generar juicios inmediatos sobre lo que está moralmente bien o mal sobre la base de una gramática inconsciente de la acción. Una parte de esta maquinaria fue diseñada por la mano ciega de la selección darwiniana de años antes de que apareciera nuestra especie; otras partes se añadieron o perfeccionaron a lo largo de nuestra historia evolutiva y son exclusivas de los humanos y de nuestra psicología moral. Estas ideas se basan en lo que nos permite descubrir otro instinto: el lenguaje” (2). Creo, por tanto, que una obligación humana por excelencia es llegar al conocimiento de por qué tenemos que encontrarnos siempre con el gran dilema dialéctico del bien y del mal, así como de las consecuencias de las decisiones que tomamos a diario en las que siempre está presente y del que difícilmente aprendemos por acción o por omisión. Si alguna vez llegáramos a explicar la causa de la decisión u omisión ética de nuestro cerebro, por qué se producen algunas respuestas que no nos agradan o que incluso nos hacen fracasar en un momento o para toda la vida, viviendo un desposorio casi místico con la culpa, haríamos mucho más fácil la vida diaria porque al menos sabríamos a qué atenernos. Hoy, nos agarramos como a un clavo ardiendo, a Dios, a la naturaleza, a la sociedad o a las personas (José Ferrater Mora, El hombre en la encrucijada), en cualquiera de sus múltiples manifestaciones, para justificar nuestras acciones, olvidando que nuestra gran máquina de la verdad, nuestro cerebro, guarda el secreto ancestral de por qué existe el bien o el mal y de por qué actuamos de una forma u otra, muy lejos de la manzana que, como en el agigantamiento tan característico del cuadro de Magritte, La chambre d´ecoute, ha perdurado en el tiempo como causa de todos los males, ocupando nuestra habitación interior, la del alma y la de los secretos.

A propósito de esta dialéctica multisecular, el escritor Manuel Jabois ha publicado hoy un artículo precioso Lo que piensan de nosotros los cuervos, en el que manifiesta lo siguiente em el contexto de la publicación de Storr comentada: “Somos buenos, o al menos estamos programados para serlo. En un estudio referenciado en The Domesticated Brain, de Bruce Hood, una marioneta hacía de ladrón tratando de abrir una caja, otra la ayudaba a abrirla y una tercera lo impedía; bebés de hasta ocho meses elegían ser esa marioneta, la que impedía que el mal se saliese con la suya. Hay en todo ello una relación directa con el estatus, del que depende buena parte de nuestra salud mental y física, nuestra autoestima; la percepción que los demás tienen de nosotros nos obsesiona. Por eso, dice Storr, los cotilleos del hombre cazador-recolector han acabado en los periódicos, que se ocupan mayormente de los relatos de infracciones morales cometidas por personas de alto estatus. No es nuevo ni exclusivo de nosotros: los grillos llevan un recuento de sus victorias y fracasos contra rivales de la misma especie. Y los expertos en comunicación entre pájaros encontraron algo maravilloso, según se lee en La ciencia de contar historias: “Los cuervos no sólo están atentos a los cotilleos que cuentan las bandadas vecinas, sino que prestan aún más atención cuando se cuenta la historia de algún pájaro que ha perdido estatus”. Son reflexiones sobre nuestros relatos ancestrales que, todavía hoy, no nos dejan indiferentes.

Al leer el artículo de Manuel Jabois sobre la publicación de La ciencia de contar historias. Por qué las historias nos hacen humanos y cómo contarlas mejor, he recordado un artículo que publiqué en 2015, Ideología, ¿por qué te vas?, al conocer la investigación científica que se había desarrollado por la Universidad de Washington en la que se había descubierto que los cuervos aprenden cuando a un miembro de su especie no le van bien las cosas: “La presencia del cuervo muerto podía decir a los otros pájaros que un lugar es peligroso y debería visitarse con precaución. Los graznidos ruidosos que emiten los pájaros podrían ser una forma de compartir información con el resto del grupo”.

Me ha parecido una metáfora que se puede aplicar a las personas y sus creencias religiosas y políticas, que se ausentan de nuestras vidas y de nuestros proyectos vitales e ideológicos, donde nadie es imprescindible, aunque a veces sí necesarios, porque los seres humanos pertenecemos a ese club selecto de atención a lo que ocurre alrededor de la muerte y sólo nosotros sabemos qué ocurre cuando desaparecen las ideologías. Deberíamos aprender de esta situación y de sus circunstancias, por qué no están, por qué se fueron o los echaron, por qué les corrompió la política y murieron para la decencia y la dignidad y por qué no dejan pasar a personas más jóvenes, más dignas, que saben cambiar las cosas en este momento en el que hay muchas cosas que cambiar. Así podríamos compartir la información veraz con los miembros de nuestros grupos humanos más queridos, para no volver a pisar caminos que no se deben andar.

Cualquier parecido de esta reflexión con la realidad actual en torno al estado de alerta en el que viven los cuervos, ¡qué metáfora en relación con la que vivimos los seres humanos!, no es como en el cine pura coincidencia. Aunque recuerde ahora a Carlos Saura escuchando la famosa canción de Jeanette en Cría cuervos como telón de fondo de una situación de España que como a él, en 1975, me agrada cada vez menos. Es la ideología y cuestión de creencias en determinados relatos, pero ¿por qué se van? Quizás, el secreto esté en una estrofa mágica de la canción:  Bajo la penumbra de un farol / se dormirán / todas las cosas que quedaron por decir / se dormirán. El secreto está en el despertar, tal y como lo aprendí hace ya muchos años de Antonio Machado: “Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: despertar” ante el principio de realidad de vivir despiertos ante el rumor previo al ataque ajeno.

(1) Cobeña Fernández, J.A. (2007). Estereotipo machista 4: “¡mujer tenías que ser!”.

(2) Hauser, Marc, La mente moral, 2008. Barcelona: Paidós Ibérica, pág. 17.

UCRANIA, ‘Paz y Libertad!

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.

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