
El arzobispo Desmond Tutu se refiere al África, pero también vale para América: “Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: «Cierren los ojos y recen». Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”.
Eduardo Galeano, en Ser como ellos y otros artículos.
Sevilla, 12/X/2022
Nuestro país debería ser prudente a la hora de tratar la Hispanidad, rememorando épocas pasadas que no son precisamente encomiables. Sobre todo en aspectos triunfalistas y nacionalistas que nada tienen que ver con las culturas arrasadas en territorios “conquistados”, que ya estaban allí cuando llegaron nuestros antepasados en el siglo XV. Todavía resuenan en mi alma de secreto cómo se trató en este país al Papa Francisco cuando dirigió el año pasado, concretamente el 16 de septiembre de 2021, una carta a Monseñor Rogelio Cabrera López, presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, con motivo del Bicentenario de la declaración de la Independencia del Pueblo Mexicano. La derecha cavernícola de este país, junto a la ultraderecha, se unieron en un ataque sin piedad a Francisco por lo expresado en la citada carta, donde lo único que se explicaba con detalle eran los hilos conductores de la misma: fortalecer las raíces y reafirmar los valores de México como nación, sin menospreciar nada ni a nadie.
Como es habitual en la diplomacia vaticana el lenguaje es exquisito y cuidado hasta la saciedad, aunque es bueno reconocer en este tiempo actual que se cometieron muchos errores durante la llamada “conquista de América”, a lo que Francisco llama “purificar la memoria”: “Por eso, en diversas ocasiones, tantos mis antecesores como yo mismo, hemos pedido perdón por los pecados personales y sociales, por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización”. ¿Es malo y anticristiano o anticatólico, pedir perdón por los errores cometidos? Francisco, además, insistía en su misiva en que no hay que quedarse en el pasado sino frecuentar el futuro que nos llevará a sanar las heridas, a cultivar un diálogo abierto y respetuoso entre las diferencias, y a construir la tan anhelada fraternidad, priorizando el bien común por encima de los intereses particulares, las tensiones y los conflictos. Para mí, nada que objetar. También, abordaba la necesaria reafirmación de valores que identifican al Pueblo mexicano, –valores por los que tanto han luchado e incluso han dado la vida muchos de vuestros antecesores– como son la independencia, la unión y la religión.
La Hispanidad y sus celebraciones deberían revisarse a fondo con este espíritu. Un ejemplo claro nos lo ofrece Eduardo Galeano, a quien tanto admiro, que lo resumió bien en unas reflexiones suyas sobre el 12 de octubre, fecha que conmemoramos hoy con fastos de todo tipo, militares también, por supuesto, de las que entresaco tres, con un epígrafe común, Cinco siglos de prohibición del arco iris en el cielo americano, cuando él sentía en su alma de secreto que en cada cita anual del 12 de Octubre, no hay nada que celebrar:
El Descubrimiento: el 12 de octubre de 1492, América descubrió el capitalismo. Cristóbal Colón, financiado por los reyes de España y los banqueros de Génova, trajo la novedad a las islas del mar Caribe. En su diario del Descubrimiento, el almirante escribió 139 veces la palabra oro y 51 veces la palabra Dios o Nuestro Señor. Él no podía cansar los ojos de ver tanta lindeza en aquellas playas, y el 27 de noviembre profetizó: Tendrá toda la cristiandad negocio en ellas. Y en eso no se equivocó. Colón creyó que Haití era Japón y que Cuba era China, y creyó que los habitantes de China y Japón eran indios de la India; pero en eso no se equivocó.
Al cabo de cinco siglos de negocio de toda la cristiandad, ha sido aniquilada una tercera parte de las selvas americanas, está yerma mucha tierra que fue fértil y más de la mitad de la población come salteado. Los indios, víctimas del más gigantesco despojo de la historia universal, siguen sufriendo la usurpación de los últimos restos de sus tierras, y siguen condenados a la negación de su identidad diferente. Se les sigue prohibiendo vivir a su modo y manera, se les sigue negando el derecho de ser. Al principio, el saqueo y el otrocidio fueron ejecutados en nombre del Dios de los cielos. Ahora se cumplen en nombre del dios del Progreso.
Sin embargo, en esa identidad prohibida y despreciada fulguran todavía algunas claves de otra América posible. América, ciega de racismo, no las ve.
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El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón escribió en su diario que él quería llevarse algunos indios a España para que aprendan a hablar («que deprendan fablar»). Cinco siglos después, el 12 de octubre de 1989, en una corte de justicia de los Estados Unidos, un indio mixteco fue considerado retardado mental («mentally retarded») porque no hablaba correctamente la lengua castellana. Ladislao Pastrana, mexicano de Oaxaca, bracero ilegal en los campos de California, iba a ser encerrado de por vida en un asilo público. Pastrana no se entendía con la intérprete española y el psicólogo diagnosticó un claro déficit intelectual. Finalmente, los antropólogos aclararon la situación: Pastrana se expresaba perfectamente en su lengua, la lengua mixteca, que hablan los indios herederos de una alta cultura que tiene más de dos mil años de antigüedad.
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Para despojar a los indios de su libertad y de sus bienes, se despoja a los indios de sus símbolos de identidad. Se les prohíbe cantar y danzar y soñar a sus dioses, aunque ellos habían sido por sus dioses cantados y danzados y soñados en el lejano día de la Creación. Desde los frailes y funcionarios del reino colonial, hasta los misioneros de las sectas norteamericanas que hoy proliferan en América Latina, se crucifica a los indios en nombre de Cristo: para salvarlos del infierno, hay que evangelizar a los paganos idólatras. Se usa al Dios de los cristianos como coartada para el saqueo. El arzobispo Desmond Tutu se refiere al África, pero también vale para América:
– Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: «Cierren los ojos y recen». Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia.
Un ejemplo más de esta desafección sobre el Día de la Hispanidad nos lo ofrece un escritor de la brevedad, Augusto Monterroso, maestro por excelencia en expresar la síntesis de la vida a través de sus palabras, a través de un relato que no olvido, El eclipse, que recojo hoy como símbolo de lo que verdaderamente ensombrece la Hispanidad:
Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlos. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitivamente. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles.
Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de ese conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Los mayas sabían mucho de su pasado presente, igual que los aimaras o los aztecas en México. No les hacía falta la insolencia divina y humana del fraile sabiondo que quiso remedar al sabio sol de aquellas tierras, intentando predecir su futuro personal, cuando los que le rodeaban solo conocían el pasado presente a través de los siglos. Al buen entendedor, pocas palabras bastan, porque la inculturación a la que se refería Francisco en la carta citada, es la que sabemos que ocurrió y no con las mejores artes por parte de la Iglesia del siglo XV y siguientes, es decir, el proceso de integración de muchos territorios “conquistados” para la Hispanidad, en la cultura y en la sociedad de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, con la que entró en contacto desde el descubrimiento de América por los españoles, cuando no se respetaron las culturas y creencias propias que ya estaban allí desde hacía muchos siglos antes de que llegara la evangelización a sus tierras y parentelas. También por reyes que asolaron tierras fértiles y con personas dentro.
Al final, un eclipse acabó con aquella aventura de Guatemala, por la insolencia del poder divino sobre el rey Sol de toda la vida. Nada que celebrar hoy, por tanto, como pedía Galeano en sus bellas palabras de denuncia pública de una Hispanidad muy mal entendida.
(1) Galeano, Eduardo, Ser como ellos y otros artículos, 1992. México: Siglo XXI Editores.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de persona jubilada.
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