Leer a Alberto Manguel bien vale una suscripción

Sevilla, 23/V/2020

En el mes de mayo de 1976 acudí una mañana al quiosco que estaba situado en la esquina de la Vía del Corso con el corso Vittorio Emmanuele, en Roma, para comprar el diario El País que acababa de iniciar su andadura en España, concretamente el 6 de mayo de ese año, casi en los primeros días de su nuevo despertar democrático. Lo hice con la ilusión de encontrar en sus páginas una bocanada de aire fresco en días muy difíciles casi a seis meses de la muerte de Franco. Leer aquellas páginas me devolvían la ilusión de recuperar libertades que en España no eran fáciles de conseguir, viviendo además la experiencia romana de vivir allí y caminar por sus grandes avenidas de libertad, con el peligro, a veces, para caminantes, como bien había aprendido de la experiencia de Rafael Alberti en esa Ciudad. Una experiencia, Urbi et Orbi, para quien la vive apasionadamente.

Cuarenta y cuatro años después, casi en el mismo día y hora en la que compraba aquel periódico y que me permitía una vez a la semana mi frágil economía de estudiante, me encuentro con el dilema de que si quiero seguir leyendo artículos en el diario El País, después de haber accedido a diez lecturas gratuitas durante este mes, tengo que pagar una suscripción que se ofrece con varias opciones y que se justifica por la dirección del periódico porque “El momento actual ha demostrado, más que nunca, la importancia de estar bien informado. Detrás de cada noticia, está el trabajo de todo un equipo de periodistas que velan por traerte una cobertura rigurosa y amplia. Esto no sería posible sin el apoyo de nuestros lectores, que hacen que EL PAÍS sea una realidad”. Escueto mensaje para quien lo quiera comprender así. Tengo una relación contradictoria con el periódico desde hace años, aunque no quiero confundir nunca la dirección editorial del mismo con algunos de sus periodistas de plantilla y colaboradores esporádicos, porque sería injusto meter a todos en el mismo saco de dudas éticas. Poderoso caballero es don dinero y este periódico también tiene sus deudas y avisos de sus fiadores, como todos los demás, aunque el patio de su casa sea muy particular. Siguiendo a Plauto y a Gracián, al buen entendedor con pocas palabras basta.

Al hablar de librerías, confieso que tengo grabada en mi memoria de secreto una secuencia de la película La vida es bella, que he reproducido recientemente en este cuaderno digital y que hoy vuelvo a rescatar por su fondo y forma en relación con el compromiso social y cultural de abrir una librería. Me refiero a Guido Orefice, el protagonista de esa excelente película, por su ilusión de poner una librería (que también tuve yo en una época de mi vida), que le jugaría al final una mala pasada por la invasión nazi en Italia, teniendo que explicar a su hijo Josué, de nombre hebreo, qué cartel van a poner en su librería para prohibir determinadas entradas como la que han leído al detenerse en un escaparate para ver un posible regalo para su madre: prohibida la entrada a hebreos y perros. Quitando hierro a la dramática situación que está viviendo con su hijo, Guido lo resuelve con una respuesta genial:

Josué: – Pero nosotros dejamos entrar a todo el mundo en la librería.

Guido: – ¡No, mañana mismo también pondremos un cartel! A ver dime algo que te caiga mal.

Josué: – Las arañas. ¿Y a ti?

Guido – ¡A mí, los visigodos! A partir de mañana vamos a poner un cartel que diga. “prohibida la entrada a las arañas y a los visigodos”. Me tienen frito los visigodos. Se acabó.

Guido era un judío pobre que tenía tres ilusiones en su vida humilde: abrir una librería, comprender bien a Schopenhauer (por su canto a la voluntad como motor de la dialéctica pendular de la vida) y saber distinguir el norte del sur (que también existe). Todo quedaría en nada excepto su dignidad humana y el ejemplo para su hijo en el campo de concentración, sin libros ya, casi sin nada. Al inteligente, poco, que decía Plauto.

Esta mañana, al iniciar el día con la lectura de las cabeceras democráticas de este país, porque toda la prensa no es igual, encontré un artículo de mi gran maestro Alberto Manguel dedicado a las librerías de su vida y a su proyección excelsa, la profesión de libreros. Además, tenía el artículo una entradilla muy sugerente: “Antes de dirigir la Biblioteca Nacional de Argentina o de escribir “Una historia de la lectura”, Alberto Manguel fue un librero adolescente con dos funciones: pasar el plumero a los libros para conocer bien el fondo y leer para Borges, ya ciego. Lo cuenta en este artículo”. Tuve una sensación agridulce porque durante los días pasados ya me había salido de forma reiterada el aviso de que si quería seguir leyendo artículos seleccionados tenía que suscribirme, pero mi satisfacción ha sido plena cuando, con el miedo en el cuerpo por si saltaba el aviso emergente, he comprobado que podía leerlo completo con la admiración de siempre hacia este autor al que sigo desde hace ya muchos años, aprendiendo de él el amor a las librerías y a la profesión de libreros, que con la que está cayendo abren librerías de nuevo, siguen leyendo y recomendando a Schopenhauer y saben distinguir perfectamente autores del norte y del Sur, que también existen. ¿Un regalo de El País o de Manguel, en tiempos de confinamiento?

Probablemente, dependiendo del medio por el que accedo a la lectura de El País, ordenador de mesa, tableta o móvil, me queda todavía alguna oportunidad de acceso gratuito que no he perdido, como la lectura del artículo de Manguel, situación que en su fondo y forma lo he considerado como un regalo de la vida. No creo que me vuelva a ocurrir y he pensado que seguir leyendo a Alberto Manguel bien merece una suscripción, como a mí me mereció la pena y alegría contradictorias lo que sentí al comprar ese querido periódico un día ya lejano en Roma, al igual que merecería también una misa si fuera por conquistar París, su ciudad tan querida durante años, con su libertad, igualdad y fraternidad como lecciones aprendidas en libros para distribuir ahora, en las desescaladas, por librerías de todo el mundo.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja para ninguna empresa u organización religiosa, política, gubernamental o no gubernamental, que pueda beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de jubilado.

 

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