Relación de lo sucedido en Sevilla durante la epidemia de 1649

RELACION DE LO SUCEDIDO

Sevilla, 14/V/2020

La historia es una gran maestra de vida y en estos tiempos modernos y difíciles conviene entrar en las clínicas del alma, las bibliotecas, para conocer qué hicieron nuestros antepasados en situaciones extremas como las que estamos sufriendo en la actualidad, porque probablemente podemos aprender de ellos. Hace casi cuatrocientos años que Sevilla sufrió una epidemia de la peste negra, concretamente en 1649, que asoló el país en el periodo 1647-1652. He localizado y leído una fuente que considero de gran interés, porque ya el título representa una forma de expresar lo que allí se vivió por su autor, un religioso anónimo cuyo texto sacó a la luz Pedro López de San Román Ladrón de Guevara, “Jurado en Sevilla y familiar del Tribunal de la Santa Inquisición”: “Copiosa relación de lo sucedido en el tiempo que duró la epidemia en la Grande y Augustissima ciudad de Sevilla, año de 1649”, que finalizó el 7 de diciembre de ese año y que se editó en Écija por Juan Malpartida de las Alas también en el año citado, cuestión no baladí porque es una crónica muy próxima en el tiempo de todo lo allí expuesto.

Me ha interesado profundizar en este libro porque supone conocer el proceso de trazabilidad sanitaria y social de lo ocurrido en mi ciudad, que había sido centro neurálgico del mundo económico en el siglo XVI y que había iniciado una decadencia extrema en el siglo XVII, para reflexionar sobre la forma en la que se abordó el estado de alarma, confinamiento y desescalada en tiempos pretéritos. Se cometieron numerosos errores, porque la ciudad ya sabía lo que se le venía encima y porque había un antecedente que se conocía bien, el fallecimiento de más de 40.000 personas en Málaga a consecuencia de la peste en sus tres manifestaciones principales: landres, carbuncos y tabardillo. ¿Nos suena?

La tragedia se define de forma retórica en su primera página, respetando el castellano de la época, que he mantenido en su grafía por su lectura y fácil comprensión de la sintaxis: “A la mas fatal desdicha, a la mas lamentable historia, a sucesso mas lleno de miserias, a la miseria de un formidable castigo mas llena de peregrinos sucessos, al castigo mas severo, con mayores circunstancias de piadosa [?] que recuerdan las plumas. A ver el estoque de Dios justo, teñido en innumerables hombres. A Ninive desolada, a Ierusalem rendida; y en fin a la Mapa de la Christiana Babilonia casi borrado, a Sevilla castigada de la Epidemia que este año de 1649 ha padecido: executo la atencion, imploro las lagrimas y solicito la Religiosa compasión de V. Reverendissima”. Con este elocuente comienzo desea expresar que va a exponer el principio de realidad de lo directamente vivido, que no contado, porque lo sucedido “le hizo amargamente llorar”, con una expresión preciosa: hay que tener cuidado con lo que se escribe porque “los ojos corren más que la pluma”.

La crónica comienza con la descripción de una situación económica lamentable que afectaba a gran parte de la población, siendo la gran crecida del río Guadalquivir en los primeros meses del año, el desabastecimiento de víveres al inundarse los cultivos y que el tiempo fuera tan cambiante durante la primavera y comienzo de verano, lo que sirvió de caldo de cultivo para que la peste estuviera oculta “toda la Quaresma” y se propagase con una velocidad sorprendente. A pesar de que el desbordamiento del río se pensaba como la causa principal de la epidemia, el autor la atribuyó a “la malévola influencia de constelaciones que corrieron por todo este Meridiano y Planetas que predominavan este año”. Desconocimiento y desconcierto sobre el origen como causa principal, aunque se comunicaba “vulgarmente” que el paciente cero, que decimos hoy, estaba localizado en unos gitanos que vinieron de Cádiz y se alojaron en Triana, contagiando a la familia que los acogió a través de la ropa que traían puesta, aunque el relator no da firmeza a esta hipótesis, con carga discriminatoria obvia: los que los acogieron, dice textualmente, “pagaron su villana codicia con su vida”. De allí pasó al interior de la ciudad causando estragos.

A partir del salto de la Epidemia como una “centella”, comenzaron a desarrollarse los trabajos de contención con gran ayuda de la Iglesia a petición expresa de las Autoridades de la época, cobrando especial relevancia los servicios que se prestaron en el Hospital de la Sangre, hoy sede del Parlamento de Andalucía. Destacó en estas ayudas el Diputado del barrio de Santa María la Mayor, Pedro López de San Román Ladrón de Guevara, editor no inocente de este libro, que era un “grande en el tener” pero muy generoso al donar muchos ducados de su patrimonio, proveyendo al hospital de ocho mil colchones, carros y sillas para trasladar a los enfermos, “adoptando a los pobres por hijos, los ha hecho herederos de su hazienda”, junto con otros reconocimientos de sus valores que figuran en las últimas páginas del libro.

Cuenta más adelante cómo se organizó el hospital con dieciocho salas que se prepararon expresamente para atender esta epidemia. También la recepción de pacientes para clasificarlos en función de su gravedad, la organización de provisiones destacando los “regalos y dulces” para los pacientes y la atención personal religiosa de acuerdo con las creencias del momento. Explica cómo se organizó el hospital de convalecientes, concretamente el de San Lázaro, que existe en la actualidad, con seiscientos pacientes. Narra también con crudeza los contagios y fallecimientos masivos de los médicos y cómo solo a uno de los que recibían pacientes, Manuel de Mesa, “le pagó Dios con la vida”. La gente, desesperada, gritaba sus pecados a modo de expiación en la muralla de la Macarena, frente al Hospital, impidiendo la Justicia que siguiera esta práctica que servía más de curiosidad para los demás que de lástima o escarmiento.

Es muy interesante la descripción de cómo el Rey ordenó formar las Juntas de las Cabezas de los Tribunales, tanto eclesiásticos como seglares, con una descripción pormenorizada de las mismas, unificándolas en una Junta Real con la finalidad de atender “el remedio de la salud pública”: “Después de Dios Santissimo deben su Magestad y esta Ciudad, al zelo infatigable a las resoluciones acertadas a la puntualidad solícita, y al raro desvelo de esta gravissima lucha la salud de la que goza oy”. Quizá es este momento, al detallar la composición de una Junta anterior a la citada, donde se recoge una observación que considero ejemplar para el momento actual de nuestra epidemia, sin quitar ni una sola coma de lo allí expuesto: “Todos estos caballeros procedieron tan exactamente puntuales en cuantas cosas pedía la necesidad que con ser muchas acudieren a cada una como si fuese sola; y pudiera con sola esta Junta estar en todo el Contagio la Ciudad bien governada”.

La propagación de la pandemia llevó a esta Junta Real a abrir dos hospitales temporales en Triana, en la parte que daba al Monasterio de la Cartuja, uno para enfermería y otro para convalecientes. La narración de lo ocurrido en estos días plantea un escenario desolador por la gravedad de la epidemia, lo que obligó a abrir seis cementerios y carneros (osarios) en las diversas puertas de la ciudad. Los datos estadísticos son escalofriantes: “Entraron en el Hospital de la Sangre [actual sede del Parlamento de Andalucía] veinte y seis mil y setecientos Enfermos, destos murieron mas de veinte y dos mil y novecientos, y los Convalecientes no llegaron a quatro mil”. Enumera a continuación las personas que atendían este hospital y que fallecieron durante la epidemia: Ministros, Médicos (de seis solo quedó uno), Cirujanos (de diecinueve cirujanos solo sobrevivieron tres). A partir de aquí la exposición se centra en describir los fallecimientos en el ámbito religioso de la ciudad en la que existían numerosos conventos de las diferentes órdenes que intervinieron en la atención de los enfermos.

Narra posteriormente que el sábado 26 de junio fue una fecha importante que supuso atisbar un final próximo de la pandemia que se hizo patente por la procesión que se organizó por los Cabildos ante la Catedral. Es de especial interés señalar las manifestaciones de desconfinamiento a través de procesiones de agradecimiento a Dios por la liberación de la peste y cómo en el Hospital de la Sangre se mandaron poner el 22 de julio “banderas de salud” por la drástica reducción de ingresos de enfermos: cuatro o cinco enfermos y muertos “otros tantos”. Intervinieron coros en los patios interiores del hospital para alegrar la estancia de los enfermos y se ordenó colocar gallardetes en los carros de los difuntos que hasta ese momento habían efectuado los traslados al hospital. Concreta que el 20 de julio se cerró el hospital de Triana “donde murieron más de doce mil personas” y aunque se había previsto cerrar el hospital de la sangre en la festividad de Santiago y Santa Ana, finalmente no se pudo llevar a cabo porque todavía había en esa fecha enfermos ingresados. A final de mes se cerró definitivamente el hospital y la ciudadanía tenía garantizado el abastecimiento, porque se compraba y vendía “todo más barato y de mejor calidad”.

Las fases de desescalado (que llamamos hoy) se llevaron a cabo con rigor, controlando las puertas de acceso a la ciudad y dejando solo operativas dos, la de la Macarena y las de la Carne. Cuenta cómo el Juez D. Pedro Manxarrés de Heredia “personalmente yba a recorrer los Puestos de los Guardias, para que atendiendo a su cuidado no falten a su obligación. También en quanto a la limpieza de las casas y quema de la ropa, no la fiava de ningún Ministro: el mesmo entraba en persona en ellas y las mandava limpiar de toda ropa y la hazia entregar al fuego, y todas las demás diligencias que se requieren para la purificación del Contagio”.

Las cifras de fallecidos que señala por la epidemia de peste hay que tratarlas con bastante precaución. Según el autor se podían contabilizar en torno a las doscientas mil personas, de las cuales ciento cincuenta mil murieron en la ciudad y cincuenta mil entre los que huyeron fuera de la misma (estudios recientes se centran en un número de sesenta mil fallecidos, lo que suponía un 50% de la población). Esta lastimosa situación se reflejaba en las calles de Sevilla, casi vacías: “las calles que servían para el uso y comercio de las gentes estaban en verse en muchas un hombre”. Los pocos que se veían “llevaban el assombro de la muerte en sus semblantes”. Reflexiona sobre la profunda tragedia sufrida, de tal calado que lo peor que puede ocurrir es olvidarla: “[…] plegue al Cielo escarmiente todo el Mundo en él o escarmiente Sevilla propia en sí propia, para que se confirme su entera salud: viva ya libre del riesgo como si no huviera salido del peligro, y los que quedamos vivos sigamos como con empeños de resucitados; no perdamos la memoria de tal tragedia y tan lastimosa plaga como havemos pasado, que este olvido fuera la Peste peor de Sevilla. Acuérdate Sevilla de tu desdicha y, con esta memoria, matando las víboras de tus gustos, harás Atríaca [formulación farmacéutica] (1) magna dellas contra la Peste, para que te libre el Cielo della otra vez”.

Para finalizar este interesante recorrido breve sobre lo sucedido en Sevilla con motivo de la peste que la asoló en 1649 y en el contexto actual de la falta de sintonía política para aunar todos sus esfuerzos y voluntades en este momento de confinamiento y desescalada, recojo el hilo conductor en las páginas finales de este interesante libro, porque hace un reconocimiento pausado de todas las Autoridades religiosas y civiles intervinientes en la gobernanza y atención a los enfermos y fallecidos por la epidemia, deteniéndome especialmente en el párrafo dedicados a las Autoridades que, como Mando Único (¿nos suena?), tuvieron que tomar decisiones en aquellos terribles momentos: “Los Ilustrísimos señores de la Junta [Real] que su Magestad formó para reparo de la salud de esta Ciudad, han luzido con el zelo y condiciones debidas todas a su puesto, calidad y ser. De los servicios y finezas de cada uno pudieran muchos pliegos de papel llenarse, pero por no ser molesto a los Lectores, suspendo la pluma con decir que su prudencia fue la mayor luz del govierno, su grandeza el mayor resguardo de todos; su piedad el abrigo de miserables, y su prudencia aliento de corazones desvalidos, y finalmente vida de todos”.

Salvando lo que haya que salvar (mutatis mutandis), debemos aprender de la historia. Hay pasajes de este libro extraordinariamente aleccionadores en nuestro momento actual. Sobre todo, por respeto a la memoria histórica, prestando especial atención en la fase actual de desescalada en la que hay que cuidar que “viva ya [Sevilla y por extensión todo el país] libre del riesgo como si no huviera salido del peligro, y los que quedamos vivos sigamos como con empeños de resucitados; no perdamos la memoria de tal tragedia y tan lastimosa plaga como havemos pasado”.

(1) La Atríaca (triaca) era una formulación farmacéutica “de más de 55 hierbas, polvo de víbora, canela, mirra y miel”, que se integraba en el atuendo que utilizaban los médicos y cirujanos de la época para protegerlos “de los «miasmas» que causaban la peste, la “mascarilla de la época”, que formaba parte de una especie de disfraz de bata negra y máscara con gafas y pico de pájaro de unos 15 centímetros, porque se pensaba que se propagaban por el aire envenenado y que podían causar desequilibrio en los «humores» o fluidos de las personas”: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/mascaras-medievales-para-evitar-peste-negra_15176.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja para ninguna empresa u organización religiosa, política, gubernamental o no gubernamental, que pueda beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de jubilado.

 

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