Sevilla, 16/V/2020
Una de las palabras que figuran en las primeras posiciones del diccionario del confinamiento es “distancia”. A su vez, es una de las más difíciles de comprender e interiorizar porque supone separación de casi todo y, sobre todo, de todos. Dicen que por seguridad, para no contagiarnos. Casi nos han obligado a llevar encima, en un kit para el perfecto superviviente al coronavirus, un metro metálico para medir, con la rigidez simbólica que nos aporta, la tan traída y llevada distancia: un metro, dos, dos y medio, que hay teorías para todos los gustos. Al fin y al cabo, distancia entre personas y familiares en todos los sitios y situaciones que podamos pensar. Estar distante de personas queridas ya no es lo mismo, agravándose la situación según el lugar que ocupe cada uno en la familia.
El fresco de la bóveda en la Capilla Sixtina, que he elegido hoy como representación de estas palabras, me sobrecoge siempre que lo contemplo recordando la primera vez que admiré directamente esta grandiosa obra, hace ya muchos años, porque simboliza muy bien el problema de la distancia humana: Dios, aparentemente cerca, está acompañado mientras que Adán está solo y les separan, según Miguel Ángel, unos centímetros mágicos, no inocentes. Todo en silencio y sin diálogo, como presagio de lo que pasaría después como mensaje para los siglos de los siglos a través de la creación y de la evolución, porque en esa distancia histórica está simbolizada la razón de existir y las creencias de millones de personas que han poblado y pueblan este planeta.
La psicología y la antropología nos alumbran el problema de la distancia en los seres humanos, porque fundamentalmente somos seres ultrasociales y así se nos ha enseñado a lo largo de siglos de nuestra historia. Los antropopitecos, es decir, nuestros antepasados, decidieron salir de África hace ya cincuenta mil años y comenzaron a crear nuevos grupos sociales en todas las latitudes del mundo. Sobre todo, millones de años atrás, el día que a través de un hueso muy pequeño que tenemos en la garganta, el hioides, les permitió hablar, articular palabras. Dicen los sabios del lugar que nos encanta la proximidad y que necesitamos tocarnos, estar cerca unos de otros, pero la realidad científica es que esto no es verdad, que lo verdaderamente revolucionario no fue establecer distancias sino poder hablar.
En 2006 se produjo un descubrimiento extraordinario desde la paleontología, sobre el que escribí ese año en este blog, porque siempre me han apasionado las estructuras cerebrales: los restos que se encontraron en Dikika (Etiopía), en 2000, pertenecían al esqueleto de una niña, a la que se puso el nombre de Selam (paz) y se confirmó mediante pruebas científicas que cumpliría hoy tres millones, trescientos mil años. Es un descubrimiento extraordinario porque según manifestó en su momento Zeresenay Alemseged, paleoantropólogo etíope del Instituto Max-Planck de Leipzig, en Alemania: “son los restos más completos jamás encontrados hasta la fecha en la familia de los australopitecos”. El esqueleto se ha montado como un puzle humano, pieza a pieza, hueso a hueso, desde su descubrimiento en el periodo comprendido entre 2000 y 2003, faltando sólo la pelvis, la zona baja de la espalda y parte de las extremidades”.
En la región de Afar, en Etiopía, sus primeros pobladores fueron los artífices de que naciera la especie humana, que progresara con el paso de millones de años y que nos ofrecieran uno de las claves de nuestra especie, la capacidad de hablar, gracias a un pequeño hueso que se encontró en los fósiles de Selam, sobre el que escribí el día que se presentó al mundo el descubrimiento de la niña de Dikika: “Y lo que me ha llamado la atención poderosamente, desde la anatomía de estos fósiles, ha sido el hallazgo de un hueso, el hioides (1), que es el auténtico protagonista del descubrimiento, porque su función está vinculada claramente a una característica de los homínidos: el hioides permite fosilizar el aparato fonador, es decir, hay una base para localizar la génesis del lenguaje, aunque tengamos que aceptar que el grito fuera la primera seña de identidad de los australopithecus afarensis”. Para hablar, necesitamos a otra persona, aunque sea solo una, con la distancia suficiente para que me pueda oír.
Las dudas sobre el problema del lenguaje y la necesidad de acortar distancias en las relaciones humanas me han recordado reflexiones que ya hice a comienzos de este siglo sobre estudios del primatólogo Josep Call, experto español en estudios comparados entre los simios y los seres humanos: “Los chimpancés son muy sociales, pero los humanos se distinguen de otros primates en que son ultrasociales”. Sin embargo, cuando se realizó una prueba de conversación hace unos años en el Centro de Investigación del Lenguaje de Atlanta (EE UU) con un simio que se comunicaba a través de un ordenador, el resultado fue decepcionante: “Se vio que a los chimpancés no les interesa para nada conversar y sólo usan el modo imperativo, para pedir zumo o comida”. Los humanoides, que son legión, siguen sorprendiéndonos con reacciones de comprensión inmediatamente anteriores al “salto” del lenguaje. La mano abierta, con la palma hacia arriba, es un gesto de hambre, necesidad de comer algo, en el mundo de los primates. Pero la cognición voluntaria, es decir, la decisión de cómo voy a pedir de comer es una superestructura del conocimiento que solo corresponde a la especie humana. Necesito tener a otros cerca para que me vean y escuchen. Es más, la construcción mental de qué va a ocurrir con la comida, la decisión de comer solo o acompañado, poner la mesa, rodear de encanto personal con objetos y palabras el acto de comer es lo que nos sigue volviendo locos a los que nos gusta investigar su por qué. Hoy, en plena pandemia, más que nunca.
En este tiempo de coronavirus 19 nos esforzamos en vernos, hablar y conversar, superando la barrera de las distancias fundamentalmente a través de las tecnologías de la información y comunicación, pero sin tocarnos por imperativos categóricos de salud, aunque nos esforzamos en hablar porque nos aterra la soledad, la distancia social. Quizá porque cuando el chimpancé dio el salto a la humanización se dio cuenta de que después de tantos años era necesario un primer motor inmóvil (según Aristóteles), algunos lo llaman Dios o deidad, otros punto alfa de la evolución, que justificara la puesta en marcha de la maquinaria del mundo y que permitiera a las células controladas por el cerebro articular sonidos estructurados de necesidad y deseo consciente para que nos entendiéramos estando uno muy cerca del otro para escucharnos y tocarnos utilizando el lenguaje corporal. Sobre todo, para utilizar la inteligencia a la hora de solucionar problemas. Si algo califica de humanidad a la mujer y al hombre es la capacidad de comunicarse. A pesar de los tiempos de confinamiento y desescalada que corren, que incluso nos impiden mirarnos a la cara para decirnos algo cerca, aunque solo sea al oído, porque tenemos muy interiorizado que, a veces, la distancia es el olvido. También, porque tenemos miedo a la soledad, a no poder hablar que es lo que más nos gusta.
Selam (Paz), la niña de Dikika, así lo ha confirmado mientras correteaba con sólo tres años por los campos de Dikika, donde había paradójicamente mucha agua, porque junto a su esqueleto se descubrieron también los de hipopótamos y cocodrilos, lo que aventura pensar que fue una niña feliz en un medio fértil y adecuado a sus necesidades, porque incluso ya podía hablar con las personas que tenía cerca. Y así lo contaron a lo que hoy se llama el primer mundo, tan preocupado con la pandemia que nos asola, tan lejano de aquel tiempo aleccionador que no deberíamos dejar de investigar nunca a pesar de la distancia en el tiempo.
(1) Hueso impar, simétrico, solitario, de forma parabólica (en U), situado en la parte anterior y media del cuello entre la base de la lengua y la laringe.
CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja para ninguna empresa u organización religiosa, política, gubernamental o no gubernamental, que pueda beneficiarse de este artículo, no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes aparte de su situación actual de jubilado.
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