En Liérganes escribí mi última postal a mano

Reverso (izquierda) y anverso (abajo, derecha), de la postal citada / JA COBEÑA

Sevilla, 29/VII/2023

Hace un año escribí, tal día como hoy, un artículo, Las postales deberían volver este verano, recordando el micromundo de ese medio de comunicación que se hacía imprescindible en la sociedad del siglo pasado, nunca mejor dicho, sobre todo cuando llegaba el verano y viajábamos, por las vacaciones regladas, a los lugares de siempre o, en algún caso, a sitios buscados especialmente para la celebración de algo, buscando tarjetas postales desesperadamente para sorpresa de los receptores de estas misivas especiales, a los que también les llegaba un mensaje escondido y sin palabras «En este lugar me acordé de ti, de vosotros», antes de que llegara el boom de las jarras, imanes y llaveros de toda la vida, serigrafiando el mercado nuestros sentimientos y emociones «por un puñado de euros», convirtiendo todo en mercancía. En ese artículo citaba la referencia a uno anterior que escribí en plena pandemia, en julio de 2020, en el que desarrollé una metáfora antecedente, Las postales eran para el verano, como aquellas bicicletas famosas de Fernando Fernán Gómez, de feliz memoria.

Dicho y hecho. El año pasado cumplí ese compromiso y escribí desde Liérganes, en Santander, un lugar mágico donde los haya, una postal con el ritual de toda la vida: compra de la tarjeta en un estanco, junto al sello dentado de época dedicado a San Fermín 2022 (ya autoadhesivo, sin necesidad de humedecerlo con la lengua), bolígrafo y la brevedad del mensaje a escribir impuesta por el reverso de siempre, necesariamente a la izquierda y sin comer espacio a la dirección perfectamente alineada a la derecha, como mandaban los cánones, con las siguientes palabras escritas a mano: «Liérganes, 16 -8-22: Recordando viejos tiempos en los que se escribían sensaciones, emociones y se expresaban con palabras, que así no se las lleva el viento. Todo muy atómico, nada digital…».

Hoy, vuelvo a rescatar aquel texto íntegro de julio de 2020, porque deseo que no se quede en el recuerdo nostálgico de esas tarjetas mágicas, sino en un compromiso que podríamos adoptar en el ecuador de este verano tan especial, enviando postales de nuevo a las personas que apreciamos y queremos. Les aseguro que voy a hacerlo nuevamente, utilizando los medios habituales para tal menester: tarjeta postal, bolígrafo y sello, tan queridos por mí. Sobre todo, porque al escribirlas a mano, recordaré la caligrafía, esas “bonitas letras” que me enseñó a dibujarlas sobre el papel pautado mi querida maestra, Doña Antonia, a las que tantas veces he recordado en estas páginas y a la que debo tanto en mi niñez rediviva.

Lo aprendí hace tiempo: “El manuscrito tiene una característica evidente, comparado con la máquina de escribir o la pantalla: la individualidad. La letra de una persona es algo exclusivo, como sabe bien el amante que reconoce ya desde el sobre una carta de su amada…” (1). Es lo que probablemente intentó explicarnos Gabriel García Márquez, hace ya muchos años, sobre el realismo mágico de sus palabras manuscritas, aunque él las escribiera con una máquina de escribir clásica que quizás superaba con creces la letra creada por la bola de tungsteno de su bolígrafo BIC de turno. Pero ese realismo tan personal probablemente estaba allí, muy pendiente de su mano creadora, al igual que estaba en mi infancia más próxima. Como para él lo estaba en la carta comunicando la pensión al coronel Buendía, que tanto esperó, mucho menos importante que lo que nos sucede en el día a día, cuando vamos como él del timbo al tambo de nuestras vidas. Algo parecido en este verano tan especial en nuestras vidas en el que, probablemente, recibir una postal de alguien que conocemos y queremos nos alegrará ese momento mágico, casi atemporal, que García Márquez siempre retrataba de forma magnífica, dando sentido a nuestras vidas.

Anverso y reverso de la primera tarjeta postal de la historia – 1 de octubre de 1869

Las postales eran para el verano

No es por pura nostalgia, que también (siendo sincero), sino porque en este verano tan especial es necesario recordar aquellas pequeñas cosas que hicieron felices, por definición, a millones de personas a partir del 1 de octubre de 1869, día en la que consta fehacientemente que se envió “la que se considera la primera postal de la historia. Viajó de la localidad austríaca de Perg a la de Kirchdorf, y tardó solo un día en llegar. El mensaje era breve y de carácter personal: el emisor preguntaba al receptor si le gustaría visitarlo”.

He leído con atención reverencial un artículo sorprendente sobre la historia de las tarjetas postales, Las postales no se inventaron para mandar saludos, sino para ahorrar costes, muy ilustrativo para conocer cómo y cuándo comenzaron a enviarse millones de tarjetas postales a lo largo de ciento cincuenta años de su historia. Si alguna palabra puede resumir qué es lo que reflejaba esta nueva forma de relacionarse las personas, era la concisión. Cuando se concibió como medio de comunicación, la economía global estaba presente en su formato: pequeña, formato homogéneo porque era impresa por el Estado, incluido el sello, no llevaba sobre y era de formato abierto que cualquiera podía leer, es decir, una auténtica revolución para la época que se podía resumir en una frase publicitaria: todo en uno. Se compraba, se escribía con brevedad obligada y se enviaba, tres pasos obligados pero que simplificaban de forma sorprendente el rito de escribir cartas, cada día más complejo en su fondo y forma.

Las tarjetas postales han formado parte de nuestras vidas. Recuerdo ahora cuando vivía en Roma y enviaba postales a mi familia y amigos, porque descubrí otra realidad que con el paso del tiempo ha evolucionado: la compra de los sellos. En Italia se rotulaban los estancos como “Sali, Francobolli e Valori Bollati”, sales, sellos y papel timbrado, porque la sal fue un monopolio del Estado hasta 1973, con una larga historia desde el Imperio Romano. Sorpresas que me daba la vida en el viaje de una postal hacia alguna parte. De todas formas, nada cómo las postales que cuando era un niño escribía a la empleada de hogar que trabajaba en mi casa de Madrid, Marina, que me dictaba lo que quería decir, con palabras de amor, a su querido Juanito, que trabajaba como emigrante en Suiza, concretamente en Biel-Bienne. Eran textos imposibles, clásicos populares, con la entradilla clásica: “Espero que al recibo de ésta estés bien, nosotros bien gracias a Dios”. Yo avisaba a Marina que no me quedaba espacio para lo fundamental, pero ella se conformaba con que su novio supiera interpretar lo que una pareja en posturas imposibles y con el texto que figuraba en el anverso de aquella postal en blanco y negro, tan edulcorada, quería transmitir al receptor de la misma: “Tú eres mi destino y mi estrella, yo por ti todo lo cambiara” [sic], que no lograba entender en el tiempo verbal que utilizaba, pero que hacía todavía más imposible su comprensión. Lo de menos era lo que escribía con tanto primor y en letra inglesa en nombre de Marina a su novio, sino lo que ella quería que entendiera en palabras de toda la vida. Así, muchas veces durante años de la dura emigración española y que ahora olvidamos con tanta insensatez.  Las tarjetas postales fueron un salvoconducto para expresar sentimientos y emociones de lo que se veía y se quería teletransportar al receptor de turno, en “color por technicolor” y con pocas palabras, en una España que abusaba mucho del blanco y negro, como el de la postal imposible de Marina.

Las tarjetas postales han caído en desuso y han sido sustituidas por las redes sociales. Tenían su estación por excelencia, el verano y viajes conmemorativos. Ahora, en cualquier época del año existen mil formas de enviar imágenes y palabras que dejan atrás a un medio que fue revolucionario en su época y que tenía su encanto y su factor sorpresa. Su concisión, llena casi siempre de sentimientos y emociones, lo decía todo, con un secreto a voces que se esperaba con la ilusión de lo desconocido: alguien se había acordado de nosotros y se había molestado en dar varios pasos por mí, por nosotros: elegir la tarjeta, escribirla, ponerle el sello (con lengua o esponja mojada) y echarla al buzón.

Para no olvidarlo hoy, en tiempos difíciles, porque el texto era casi lo de menos. Yo sabía que la persona que me la envió en alguna ocasión, al escogerla entre miles de postales posibles,  pensaba de mí que yo era su destino y su estrella y que por mí, todo lo cambiaría.

NOTA: la imagen, que recoge el anverso y reverso de la primera tarjeta postal de la historia, se recuperó el 12 de julio de 2020 de: https://www.ausstellung-postkarte.de/

(1) Millán, José Antonio (2015, 22 de octubre). El misterio de las palabras. El País.com.

CLÁUSULA ÉTICA DE DIVULGACIÓN: José Antonio Cobeña Fernández no trabaja en la actualidad para empresas u organizaciones religiosas, políticas, gubernamentales o no gubernamentales, que puedan beneficiarse de este artículo; no las asesora, no posee acciones en ellas ni recibe financiación o prebenda alguna de ellas. Tampoco declara otras vinculaciones relevantes para su interés personal, aparte de su situación actual de persona jubilada.

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